Para muchos, el permanecer en casa confinados ha sido una ocasión para reflexionar, para detener el frenético ritmo de vida, para estar con los seres queridos y disfrutar de su compañía. Y para otros muchos hermanos es un tiempo de preocupación por el futuro que se presenta incierto, por el trabajo que corre el riesgo de perderse, y por las demás consecuencias que la crisis actual trae consigo.
No es tiempo de indiferencias, ni de egoísmos, ni de olvidos de la dura realidad que hemos de afrontar. Sin embargo, en este día de retiro, vamos a abrir un espacio a la lectura y a la reflexión, un día dedicado a intensificar la búsqueda del rostro de Dios, y su voz en lo que acontece, personal y comunitariamente, porque solo Él da sentido a todo.
En esta búsqueda no hay precocinados, ni recetas instantáneas archiconocidas. No llevamos alforja, ni túnica de repuesto. En nuestras manos solo un bastón para el camino: la Biblia, porque somos peregrinos hasta el final de la vida, tengamos muchos o pocos años.
Este peregrinaje no es un vagabundear de un sitio a otro. Desde la primera tierra que pisó el ser humano, que llamamos paraíso, hasta el “cielo nuevo y la tierra nueva”, donde Dios mismo enjugará las lágrimas de todos los rostros, hay un éxodo que realizar en el que una columna de fuego nos guía: la voz de Dios que nos habla en los textos bíblicos.
En uno de ellos, San Pablo nos presenta “un camino más excelente” (1Cor 12,31) que todos los atajos y sendas que podamos imaginar. En este camino se da un encuentro entre dos sujetos: el pequeño “yo” del hombre –atento al paso de Dios– y la Ágape o amor2. Así, la existencia se convierte en una celebración de este “amor excelente”, al que San Pablo canta en este himno3.
Pero, ¿de verdad nuestra vida es una celebración del Amor, o se ha convertido en un fardo pesado colmado de lamentos? Cierto que estamos todos abrumados por la pandemia y sus consecuencias, pero se ha encendido como una llama nueva en la noche que somete a nuestra gran familia humana a una dura prueba, la luz de la Resurrección que nos sigue acompañando.
La Resurrección de Cristo es otro “contagio”, que se transmite de corazón a corazón, porque todo corazón humano espera esta Buena Noticia. Es el contagio de la esperanza: « ¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza! ». No se trata de una fórmula mágica que hace desaparecer los problemas. No, la resurrección de Cristo, es la victoria del amor sobre la raíz del mal, una victoria que no “pasa por encima” del sufrimiento y la muerte, sino que los traspasa, abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios.
Estamos llamados a vivir en este Amor como en nuestra casa. Escuchemos, pues, este bellísimo himno al Amor, e iremos descubriendo qué es la Ágape a la que Dios nos invita, para no envejecer en tierra extraña.
Para ello leamos atentamente este himno de los primeros cristianos, y escrutemos las tres partes que lo componen.
[Lectura atenta de 1Cor 13,1-13]
Los tres momentos del Ágape
Todo el que ha sido alcanzado por Cristo experimenta una gradual transformación en su vida, hasta el punto de poder decir: “Señor, todas mis sendas te son familiares” (cf. Sal 138,3). Y de todas estas sendas, la más excelente es el Amor, porque nos permite caminar en la verdad, sin engaños ni falsas apariencias. Veamos esta senda en sus tres momentos:
– En un primer momento –en este himno– se da una “confrontación del yo” (cf. 1Cor 13,1-3), este pequeño “yo” –vencido en su vulnerabilidad– pronuncia ese conocido “no soy nada”, que tintinea tantas veces en nuestros oídos. Aún el Amor no es descrito, la Ágape solo es evocada como lo que falta al yo para poder decir: “yo soy”, es decir, para poder existir al modo de Dios. En estos primeros versos se hace un escrutinio al “yo” y sus dones, dejando entrever que toda donación, incluso la inmolación de sí, en ausencia de la Ágape se revela sin beneficio. Es sorprendente, porque si el Amor no se inscribe en el orden del hacer, ni del saber, incluso ni en el orden del creer, porque aunque moviera montañas con mi fe, si no tengo amor, nada, entonces: ¿qué es el Amor?
– Para contestar, San Pablo da paso a un segundo momento en este himno (cf. 1Cor 13,4-7). En él entra en escena la Ágape, y quince verbos –a modo de lienzo– van dibujando su identidad y su actuar en la vida concreta. Ahora sí, con todo detalle San Pablo describe este Amor, para que no nos perdamos en otras veredas falsas.
– Y para finalizar, en el himno hay un tercer momento (cf. 1Cor 13,8-13), en el que –a la luz del Amor– se nos muestra lo que es parcial o provisional en la historia, y lo que es permanente, para no correr por la senda de lo caduco y parcial4. No sea que en vano nos cansemos en nuestros quehaceres, y andemos lejos de este Amor excelente.
Necesitamos que el Amor entre en nuestras vidas, y nos conceda vivir estos tres momentos: confrontación del “yo”, desarrollo del Amor y búsqueda de lo permanente. En este día de retiro hagamos una parada, para escuchar más atentamente nuestra vida y nuestros pasos, y descubrir que hay que enderezar para caminar por la senda del Amor.
Preguntémonos: ¿Estoy viviendo el escrutinio de mi “yo” en este momento de mi vida? ¿Confronto con frecuencia mis donaciones y entregas con el Ágape? ¿Qué es el Amor para mí? ¿Corro tras lo caduco, o me empeño en ir tras lo permanente?
Una palabra clave: Amor
El himno al Amor nos muestra un itinerario en el que se realiza la liberación de ataduras del yo. Primero el autor extirpa lo que hay de amor de sí en todo amor, rompe la fogosidad de las proezas, muestra lo que es la Ágape por lo que le falta al ser sin ella, y después por los atributos muestra el Amor como “lo que no perece”.
La palabra estrella de este texto es la “Ágape”, el Amor. Este vocablo, femenino en la lengua griega, aparece ocho veces en trece versos. Sin duda es la estrella que luce con luz propia en este himno.
En el Nuevo Testamento, “Ágape” tiene el sentido de amor dirigido a los hombres, y que procede de la proximidad de Dios, sin ignorar el elemento de deseo, esencial en la relación con Dios y su búsqueda. Solo el que vive cerca de Dios posee la Ágape, porque es un amor de predilección y de elección (agapetós), al estilo de Dios.
En el fondo este himno describe el actuar de Dios para atraernos hacia Él. Incluso San Pablo, más adelante en la carta, dirá a la comunidad: “Esforzaos por conseguir el amor” (1Cor 14,1), con el sentido original de correr tras de algo celosamente, como objetivo de la vida5, no hay otra meta para el discípulo de Jesús.
El apóstol quiere que toda la vida de la comunidad esté bajo el signo de la consolación, bajo la Ágape, por eso suplica a los hermanos que disciernan entre lo esencial y lo secundario, entre lo permanente y lo parcial, fundando cada gesto de la vida en el Amor auténtico, que es lo que conduce al que “todos sean uno”, tan deseado por el Maestro.
Para llegar a vivir este sueño de la unidad, hay un espacio que habitar. Entremos en él y contemplémoslo.
La casa de la Ágape
La primera sección del himno termina dibujándonos un espacio cuadrado, a modo de casa, enmarcado por cuatro proposiciones iguales: todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Estos cuatro verbos evocan una casa, o un palacio que ofrece la Ágape, donde el Amor vive a sus anchas, e invita a todo el que escucha este himno a participar de su vida.
Esta casa, a la que podemos regresar siempre que anhelemos la unidad de todos, es el espacio donde tiene éxito el pequeño “yo” agotado, vencido, ganado bajo sus pequeños límites. En este palacio, solo el Amor reina de forma personal, bajo la muerte del pequeño “yo”6.
Sin la muerte de nuestro pequeño “yo” es imposible que se dé el Amor cristiano, se puede dar el voluntarismo, el altruismo, la hiperactividad, pero no la Ágape, la única construcción que va a perdurar.
Sería saludable preguntarnos: ¿Qué estoy construyendo? ¿Cómo estoy edificando la Iglesia en mi día a día? Porque el edificio de la comunidad tiene tejado, suelo y paredes, que son estos cuatro verbos:
– Todo lo excusa (stego), que en su sentido original significa “cubrir con silencio” a modo de tejado, protegiendo el edificio que es el hermano con un silencio esperanzado y paciente. Este es el tejado de la casa de la Ágape.
– Todo lo soporta, dando espacio y tiempo al otro, es el suelo donde hacer pie sosegadamente.
– Y todo lo cree, y todo lo espera, despliegan las paredes de esta entrañable casa.
Mire cada uno cómo está edificando la vida para vivir plenamente en este hogar del Amor cristiano. Un Amor que tiene unos rasgos muy concretos, cimiento de la vida de la Iglesia, que ahora iremos desgranando, como si de un precioso rosario se tratase.
Rasgos de la Ágape
Vivir en la espera del retorno del Señor, con las lámparas encendidas, no es huir de la historia presente, sino vivirla en el horizonte de su destino último, el Amor. Aspirar a este modo de vida es lo propio de la comunidad cristiana.
Este Amor está centrado en el otro7, y configura al hombre como “ser para el otro”, reflejo de la belleza de Dios. Veamos los rasgos de este amor.
El Amor es paciente
Este amor excelente se mueve lejos de la ira o el furor (makrothymeo), es más, demora la explosión de la ira porque sabe esperar un cambio oportuno, ya que este amor conoce que los tiempos y los modos de Dios no son los de los hombres.
Para ser paciente se necesita tener un corazón semejante al de Dios, lento a la ira (cf. Ex 34,6). Y quien lo posee evita agredir, muestra el poder en la misericordia y da espacio al arrepentimiento. Esta paciencia se afianza cuando reconozco que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí.
El Amor es benigno
Con el sentido de hacer el bien, por tanto no es algo pasivo. Es un Amor bondadoso o lleno de amabilidad, que va en estrecha unión con la paciencia, y muestra su bondad en las obras, con las que beneficia al prójimo.
El Amor no tiene envidia
En el amor cristiano no hay lugar para sentir malestar por el bien del otro (zeloi). La tristeza por el bien ajeno, es expulsada por la Ágape, que se interesa por la felicidad de los otros, cuyas vidas no son una amenaza para el que ama. Al contrario, el Amor tiene una sentida valoración de cada ser humano, y respeta su espacio, sin asfixiar con descalificaciones.
El Amor no presume
No busca la gloria de los hombres, porque sabe que está vacía. No sigue la lógica del dominio y la competición, propia de la mundanidad. No pretende ser el centro, ni se agranda ante los demás, sino que sigue la lógica de ser el servidor de todos, y actuar en lo secreto, donde los ojos de Dios miran, porque esta mirada es lo que da peso a las acciones del hombre.
El Amor no se engríe
Este “hincharse”, que no pertenece al hábitat del Amor, entraña –en su sentido original– un engreírse, que impide el crecimiento en Dios del discípulo por falta de nutrición, ya que este engreimiento le ha separado de la cabeza, Jesucristo, “de la cual, todo el cuerpo, a través de junturas y tendones, recibe alimento y cohesión, y crece como Dios le hace crecer” (cf. Col 2,18-19)
El Amor no es indecoroso
Literalmente el himno dice: “No traspasa el decoro”, refiriéndose a ser educado, respetando las normas, y siguiendo un comportamiento que ofrece respeto al otro, como un ser propiedad de Dios, del cual no puedo disponer a mi antojo.
El Amor no es egoísta
Este Amor conduce a vivir descentrado de los propios intereses, y atento a los intereses de los demás, dando gratis y hasta el final. Así, la existencia se convierte en un camino donde el corazón está reposado, lejos del agotamiento al que conduce la egolatría.
El Amor no se irrita
O mejor, no se deja provocar la cólera (paroxýmetai), su ánimo está firme frente a la adversidad que le rodea. No está a la defensiva quien ama, como si los otros fueran enemigos molestos que hay que evitar. Este Amor vence al mal a fuerza de bien y de bendición. Y cuando este Amor nos rodea tenemos una ciudad fuerte, con murallas y baluartes.
El Amor no lleva cuentas del mal
No calcula, ni hace juicios de valor. No anota el mal, imaginando más y más malas intenciones. No lleva cuentas de desprecios y descalificaciones, y así pone fin a la espiral del rencor. Esto es posible en quien ha experimentado el Amor incondicional de Dios, lo posee como un tesoro y lo ofrece gratuitamente.
El Amor no se alegra de la injusticia
Porque participa de la alegría de Dios, se alegra con el bien del otro y sufre con sus sufrimientos. Su alegría es comunitaria, brota de la felicidad común, de la concordia de tener un mismo espíritu, lejos de individualismos y falsas alegrías particulares.
El Amor goza con la verdad
Este Amor habita en quien ha renunciado a la mentira, y alimenta su capacidad de gozar con los otros, por los otros, y para los otros, sin fingimientos ni egoísmos.
En síntesis podemos decir que la Ágape es el distintivo de la comunidad pascual, y del discípulo de Jesús, es lo que da sentido a la historia, y la luz, que da belleza a la existencia. Aunque todo a nuestro alrededor caiga, el Amor no se derrumbará jamás. Es la plenitud de la vida de la comunidad, la adultez del creyente, y el rostro de Dios, manifestado en la revelación de Cristo crucificado.
Merece la pena vivir para este Amor excelente, y celebrar en nuestras vidas, y comunidades, la inmensa gracia de conocer y habitar en esta casa del Amor cristiano.
1 Cf. A. Cencini, Relacionarse para compartir, Editorial Sal Terrae, Maliaño (Cantabria) 2003, 33.
2 Cf. C. Combet – Galland, L’intrigue amoureuse d’une ode à l’amour en: D. Marguerat, Quand la Bible se raconte, (Ed. Du Cerf, París 2003) 189-208. Ágape es femenino en la lengua griega.
3 Cf. A. Maillot, L’Himne à l’amour. Èloge de la vie ordinaire selon 1 Corinthiens 13, Auboine 1990. En torno a esta temática la bella lectura meditativa de Benoît Standaert, “1 Corinthiens 13” en Lorenzo de Lorenzi (ed.) Carisma und Ágape (1Ko 12-14), (Roma, abadía de San Pablo extramuros, “Benedictina” 7, 1983) 127-139, hace entender en la celebración del amor sus resonancias cristológicas.
4 Cf. P. Avellaneda Ruiz, Unción y Banquete. Encuentros con la Belleza de Dios, EET 198, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 2016, 159-164.
5 Diokete, del verbo Dioko, ver en: H. Baltz- G. Schneider, Diccionario Exegético del Nuevo Testamento, vol. I, Ediciones Sígueme, Salamanca 1996, 1024ss.
6 Cf. Benoît Standaert, 1 Corinthiens 13 en: Lorenzo de Lorenzi (ed.), Carisma und Agape (1Ko 12-14), (“Benedictina” 7; Roma, San Pablo Extramuros 1983) 128-130.
7 Cf. A. Nygren, Éros y Ágape. La noción cristiana del amor y sus transformaciones, Barcelona 1969.