Y el Resucitado se aparece de nuevo a los suyos, justo cuando la noche está terminando, tras una dura jornada de pesca infructuosa. Pedro decide que hay que volver a la normalidad, al lago, a las redes. Anima a los demás a coger la barca y a hacer lo que siempre hicieron, aquello para lo que estaban destinados. Se olvidan de las palabras y de la vida de Jesús, retornan a lo que parecía inamovible, a lo de siempre, quizás decepcionados, quizás realistas.
Y cuando el sol comienza a aparecer trae consigo a un personaje que les dice que lo intenten de nuevo, que seguro que hay pesca. Y la red está plena, rebosante, excesiva y aquel que amaba al Maestro lo reconoce y se lo dice a Pedro. Y Pedro, también excesivo, se tira al agua y quiere ver al que había muerto en la cruz. Y el Galileo, a gusto en su cotidiano, le pide que coman y se encarga de partir y repartir peces y panes, como siempre («No he venido a ser servido»).
Y al terminar de comer se lleva a Pedro y lo lleva más allá de sí mismo para preguntar lo que ya sabe («Señor, tú lo sabes todo»), pero también sabe que tiene que hacerlo para sanarlo. Tres preguntas que restañan las tres negaciones anteriores al canto del gallo. tres preguntas y tres encargos, las mismas, los mismos. El amor y el cuidado. El amor que engendra al cuidado. Un rebaño que no es de Pedro, un amor que es de Pedro. Un amor prolongado más allá de sí mismo, como todos los amores. Y la misión se convierte en ternura, en apacentar, en cuidar, en amar. No hay más. Lo de Pedro también está dicho para nosotros: cuidar, apacentar, dejarse cuidar, disfrutar de lo regalado.
Y todo cuando comenzaba el día entorno a unos peces y a un Resucitado que parte y reparte, como siempre.