Esta guerra está siendo la exhibición del dolor de manera agotadora. Estamos, en vivo y en directo, asomándonos a la muerte con una capacidad excepcional. No necesitamos leer textos del desastre, lo vemos. Nadie se puede escapar de la noticia de la desolación porque formamos parte de ella.
En esta situación de contrapunto me ayuda el fijarme en la fuerza que tiene el bien. Mientras algunos poderosos parece que negocian una paz que les importa poco, el pueblo llena la vida de noticias de compromiso y paz. Y, curiosamente, muchas de las protagonistas de paz son mujeres. Anónimas, como siempre, y comprometidas, también, como siempre.
Las cadenas humanitarias están sostenidas por ellas. Algunas son madres de los suyos y de los que van uniéndose en un terrible éxodo de incertidumbre. En los trenes de la Europa en paz, ellas sostienen y hasta animan a niños y adolescentes prometiéndoles una paz y tranquilidad que, aunque no saben si así será, consiguen contagiar en los más pequeños. Son mujeres que también en la desolación más absoluta saben crear hogar y, al repartir el pan, hacen de cada grupo en salida de la masacre, un ejemplo de liberación y esperanza.
Son muchas las mujeres que han salido de Ucrania dejando medio corazón en un combate incierto. Salen para salvar a sus hijos, dejando un hogar roto y a un esposo noqueado y solo. Es, seguramente, el signo más evidente de la crueldad de una guerra: la ruptura del amor, sin fecha de vuelta o sin oportunidad de rehacerse. Y, por otro lado, la expresión más nítida de que el amor verdadero no se acaba y es la fuerza de la vida. Es tan fuerte que incluso puede dar valentía para poner entre paréntesis la propia vida por un bien mayor… los hijos y su porvenir. Ya no me alcanza la memoria o la retina para pensar en qué rostro me inspiro para este texto. ¡Son tantas y todos los días! Será verdad que en los tempos de máxima desolación «Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien» (FT 54).
Sí, la cruel guerra, como la terrible pandemia, nos ha desvelado la existencia de algo evidente: una feminidad creativa y abnegada; una feminidad que va a ser capaz de reconstruir una sociedad hecha jirones.
Habría que aludir al lado de las mujeres que dejan Ucrania, las mujeres que las esperan en tantos rincones de esta Europa perpleja. Son ellas, en buena medida, el cuerpo y el corazón de la infinidad de grupos que recolectan y preparan ayudas; ellas las que mueven las comunidades cristianas para crear espacios de acogida; ellas las que sensibilizan a los poderes de los estados para agilizar el «bálsamo y el aceite» ante el desastre. Son ellas, dentro de la Iglesia, también las que se han puesto en primer lugar. Sin miedo y sin reparos; cargadas de años y de fe, han abierto sus casas, compartido su pan y ofrecido una cama. Son muchas las congregaciones femeninas que, sin publicidad, están ya bendiciendo la mesa en ucraniano y abrazando cuerpos heridos en el alma para que puedan ser mañana hombres y mujeres de paz.
Es bien cierto que en esas semillas de bien hay hombres, muchos. Pero el arte de crear hogar en la desolación tiene nombre de mujer.
Sería injusto no aludir a las mujeres que se han quedado en Ucrania. Tantas madres y abuelas siendo diariamente la «multiplicación de los panes» y de la esperanza. A su lado, miles de religiosos y religiosas que no han querido salir del país. «¿Cómo vamos a dejar al pueblo?» –respondió un religioso cuando su superior general le ofreció salir–. Tantas religiosas en primera línea de guerra repartiendo consuelo, medicinas y alimentos que llegan, a manos llenas. Tantas mujeres sostenidas en fe haciendo de la fragilidad una alabanza al dueño del mundo y Señor de la paz. Pienso en las benedictinas de Žytomyr que no han dejado de cantar atenuando el estruendo de las bombas. Tantas mujeres derrochando maternidad, ministerio sagrado de vida, para que esta sociedad –la nuestra– no quede definitivamente herida de odio.
Esta guerra, como la pandemia, como toda la historia, nos ha desvelado que hay mujeres que nos han sobresaltado –como a los discípulos (Lc 24,22)– porque entienden la generosidad sin límites. Porque con su feminidad reconstruyen y salvan. Porque son signo de Reino. Porque Paz es nombre de mujer.