PASTORAL, PANDEMIA Y POST-PANDEMIA

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«Estamos en un tiempo de consolación, de llanto compartido, de misericordia entrañable ante un mundo que literalmente “se muere de miedo”»

Después de varios años colaborando con la Iglesia de mi país natal, Cuba, regreso a “decir mi palabra”, modesta y sencilla, a este Blog de Vida Religiosa, agradeciendo la nueva oportunidad de poder comunicarme por esta vía. La salud, los años, y la covid-19, me han impedido retornar a mi tierra, como era mi deseo, y formaba parte de mis planes (“los planes dan planazos”, dicen en mi país).

Supongo que vivo la misma incertidumbre, convertida cada vez más en un nuevo “modo de vida” indeseada a la que nos ha sometido el coronavirus. No sé si es posible escribir hoy, desde la fe o desde la no fe, de otra “cosa” que no sea esta sacudidora pandemia provocada por un milimétrico e invisible virus. No hacerlo sería, incluso, un atentado a la realidad de todo el mundo. Y sobre todo, al sufrimiento, al desasimiento, al miedo; la sensación de acoso, de amenaza, casi de presuntos “condenados a muerte” sin otro delito que el de vivir en este Planeta. Seguramente, de todas formas, no somos tan inocentes ante lo que está ocurriendo. Ya sé que hay toneladas de escritos de científicos, políticos, y todo pelaje de profesionales, o de simples atrevidos, que llevan meses informándonos (o intoxicándonos) con teorías y anti-teorías sobre el origen, la realidad, el proceso, el previsible final o no, de una pandemia de la que nadie tenía suficiente conciencia y conocimiento científico previo, ni, por supuesto, experiencia personal. Pero, lógicamente, no es de esto de lo que me gustaría decir “mi palabra”. Ya dije: modesta, sencilla y sin más pretensiones que la necesidad de comunicación que llevamos dentro.

A pesar de ello, como cristiano, no puedo eludir la inevitable y obligada relación que, entre pandemia y “lo religioso”, se está dando en todo el mundo. Con los cristianos y los no cristianos. Con la Iglesia, que es lo que realmente nos puede interesar. ¿Cómo ha afrontado la “Iglesia” (no solamente la jerárquica, sino la de más andar por casa), esta epidemia tan atroz, desconcertante, hostil, y que ha roto la economía global, los planes y proyectos de instituciones y personas, incluidos los de la Iglesia?

He leído varios trabajos escritos sobre el papel, la actuación, la postura, que la Iglesia debe tomar ante la pandemia. Y ante la post-pandemia, que nadie sabe cuándo ocurrirá. Afortunadamente hay ideas y planteamientos para todos los gustos, desde la legítima pluralidad que debe envolvernos siempre. Yo no tengo ningún proyecto personal específico sobre ello. Pero sí tengo la sensación de que, en ocasiones, nos estamos quedando en florituras, frases hechas, ideas repetidas desde hace décadas, deseos y buenas intenciones amasadas en el corazón y amansadas por falta de puesta en práctica. Tengo la impresión -es una simple impresión- de que a no pocos, especialmente en las altas esferas eclesiásticas, les preocupa grandemente el futuro de la Iglesia. Y no es para menos, y me parece muy bien que así sea. Existe inquietud y desasosiego porque los confinamientos, los “aforos” permitidos en los templos para las celebraciones litúrgicas, eucaristías y recepción de sacramentos, los templos cerrados (casi siempre han estado cerrados, por cierto) mellen grandemente la vida de la Iglesia, de la fe. Algo así como si después de la pandemia, cuando llegue esa “nueva realidad” que nadie sabe muy bien qué es, la “gente” se haya acostumbrado a no ir a misa los domingos y “pierda la costumbre”. ¡La costumbre de ir a misa! Como un miedo a que los templos no vuelvan a rebosar de clientela fija y numerosa. Algunos parecen olvidar que esa “exculturación de la fe” se había producido hace ya algunas pocas décadas, que lo de las “iglesias vacías” -especialmente de gente joven, pero no únicamente- viene de muy atrás, y que era la  “crónica de muerte anunciada” desde hace mucho tiempo. Pero quizás nunca nos lo creímos del todo, y “seguimos tirando” con lo que había, lo que quedaba, repitiendo o rescatando anacrónicas recetas pastorales, aunque nos consolábamos aduciendo que eran “restos religiosos” (como en Israel) pero no “residuos” no reciclables. Muchos autores, católicos o no, nos lo venían advirtiendo desde las últimas décadas del siglo pasado: la defección religiosa, o mejor cristiana e institucional, era un dato sociológico y evidente, simplemente constatable y comprobable.. Pero, ¿analizamos a fondo la situación? ¿fuimos realmente analíticos con lo que ocurría? ¿buscamos sin miedo las causas? ¿hicimos una autocrítica suficiente, honesta y constructiva? ¿llegamos incluso a ponernos de acuerdo mínimamente en un diagnóstico que diera pie a una pastoral más encarnada y realista? ¿o echamos la culpa a Francisco, al obispo de turno, a la mala interpretación del Vaticano II…? No bastó la voz de autores como Mardones, Martín Velasco, Torres Queiruga, y tantos otros, españoles o extranjeros, que nos alertaron con tiempo y analizaron en profundidad el fenómeno de una descristianización de la sociedad española y de un profundo cambio de época, mucho más que una efímera o superficial época de cambios. Nos daba miedo una realidad que iba debilitando poco a poco la presencia y pertenencia eclesial y cristiana, y preferimos, como el avestruz, esconder la cabeza bajo tierra. Una reforma profunda, ya se sabe, conlleva una gran conversión personal y estructural que preferimos soslayar y hasta despreciar.

Pero esta legítima aunque retrasada inquietud de mucha gente de Iglesia perdida y desnortada en la barahúnda de esta pandemia, se preocupa también -al menos, es otra simple impresión- por el futuro inmediato y mediato de la economía de la Iglesia. Ya sabemos que la Iglesia necesita dinero para subsistir, como cualquier institución. Pero presiento (es otro presentimiento, sin más) que la desazón que produce un hundimiento económico en la Iglesia, aunque sea lógico y razonable, no debería ser, en estos momentos y en los posteriores, la principal preocupación de nuestra Iglesia.

Mi “plan pastoral” para la Iglesia del covid y del post-covid es muy sencillo: estamos en un tiempo de consolación, de llanto compartido, de misericordia entrañable, de sensibilidad auténtica, de dolor hondo ante tanto sufrimiento, ante tanta tristeza, ante un mundo que literalmente “se muere de miedo”. Y de coronavirus. Un “plan pastoral” muy escueto, con un solo objetivo: abrazar al sufriente, acompañar al anciano, al que vive solo, al que está arruinado, a las familias que pasan hambre sumidas en un terrible umbral de la pobreza, al que está triste. Una Iglesia que se note públicamente que de verdad  sufre con el que sufre, que es solidaria ahora más que nunca. Cáritas, e instituciones similares, parroquiales o diocesanas, son un ejemplo en este momento. Como lo fueron en la crisis económica del 2008, “limpiando el rostro de la Iglesia”. No se trata de “salvar los muebles” que nos queden mientras nuestro Planeta sigue enfermo, ingresado en la gran UCI del Universo. Se trata de fraternidad. “Fratelli tutti”, como nos invita Francisco en su denodado y no siempre comprendido esfuerzo de reformar la institución eclesial tras una conversión personal e institucional  insoslayables.

¿Dónde está Dios en estos momentos?, me preguntaba una señora hace unos días. Y yo le respondí con una blasfemia, o una herejía, o algo “teológicamente incorrecto”: Dios está agachado en algún rinconcito del Cielo sufriendo y llorando por lo que nos pasa, por su propia “impotencia” de no poder “eliminar” la pandemia de un invisible y enano virus. Como un padre y una madre, también impotentes, ante la enfermedad terminal de su hijo pequeño. Por eso hay que orar, orar mucho, como Dios (¿Dios reza?) ante el mayúsculo sufrimiento de la Humanidad. Y seguir creyendo con fe cansada, en la pequeña esperanza, débil y dolorida como nosotros mismos.