Para gloria de Dios… ¡qué salao!

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Estamos en plena Campaña de Manos Unidas y se nos recuerda que el mundo se construye con un proyecto común, realizado entre todos… Si es así, ¿qué puedo hacer yo para construir el Reino? ¿Qué aportamos como Iglesia?

Estas preguntas surgieron entre los discípulos al acabar el discurso de las bienaventuranzas porque se dirigió a los pobres, los tristes, los hambrientos, los perseguidos… A continuación, Jesús les dio una pista sobre la identidad de aquellos que quisieran construir el Reino: –”Sois la sal de la tierra”. Jesús podría haber descrito los pasos a dar, haber ofrecido pequeñas “recetas”, pero el Señor era sugerente y dejaba a cada uno libre para descubrir su misión.

Eso me hace caer en la cuenta de que a mí también me ha invitado el Señor – ¡bueno y a ti!- a hacer un mundo nuevo. Y lo primero que me viene a la cabeza es que si soy sal debo dar sabor. Y como la sal, potenciar lo que hay de bueno en cada persona sin violentar su natural, sin imponerle mis criterios, sino animarle, potenciarle, alegrarle desde su realidad y ofreciéndole la esperanza que me mueve. ¡Qué difícil! Y sí, es difícil porque a mí me gusta hablar, contar, insistir para ayudar, pero eso genera mucha sal. Y con eso consigo salar, no dar sabor. Lo que me lleva a reconocer que la comparación con la sal es más que una simple imagen; es una afirmación de lo que soy y para lo que sirvo. Una sal que hemos visto esta semana derramada por las calles para evitar los hielos, para evitar que el mundo se congele y se detenga. Y así impedir que se hielen las relaciones entre hermanos, que se bloqueen los intercambios entre distintos, que se congelen los gestos de amor entre unos y otros. ¡Más difícil todavía!

Antes, la sal se le ponía en la boca al bautizando y se decía que era seguidor del Maestro y participante de su misión. Y me lleva a afirmar que si no realizo mi parte, el mundo que me rodea se queda sin el sabor que Dios quería darle. Y en ese caso, dice el evangelio que no sirvo más que “para tirarme fuera y que me pise la gente”, por soso, por insulso, por aburrido. ¡Cuántos de éstos hay en la iglesia! ¡En cuántos momentos lo soy yo!

La segunda pista sobre la identidad del seguidor de Jesús se ofrece al decirles: -”Vosotros sois la luz del mundo”. Y pienso que yo no soy la luz; la luz es Cristo -se nos recordaba el domingo al tomar Simeón al Niño entre sus manos-. Yo soy más bien la vela, la tea, la linterna que lleva esa luz.

La luz está para iluminar, no para guardarla. Y yo me pregunto por qué habiendo tantas velas -cada uno llevamos esa luz- está el mundo a oscuras. ¿Es que sólo ilumino en misa, en la catequesis, en alguna procesión? Si no ilumino donde hay oscuridad me estoy escondiendo debajo del celemín -que no llego a saber lo qué es porque en mi pueblo era una medida para el grano-. El caso es que por miedo, vergüenza y poca formación, me guardo la luz para mí y los míos.

Claro, el evangelio me da un buen empujón para que la luz que se me regaló el día de mi bautismo -y que confirmé con el paso de los años- salga a la calle y no me la guarde. Y además me da una sugerencia; que esa luz se muestre a través de las “buenas obras”, de gestos desinteresados de amor por los demás, al estilo de Jesús. Y entonces comprendo por qué antes les contó lo de las bienaventuranzas; porque esa luz ha de ir primero a los que precisan ser saciados, consolados y curados. Estas obras las entiende todo el mundo. ¡Esto sí que ilumina!

Ahora bien, todo eso es para “gloria de vuestro Padre que está en el cielo”. Él es quien nos ha elegido para ser pescadores de hombres y no para que nos reconozcan a nosotros como la luz. La luz que llevamos es la luz de Cristo, y la alegría que transmitimos es parte de la sal que ponemos. Y el mundo será nuevo para gloria de Dios y bien de los hermanos: Eso es lo que caracteriza a la ONG católica Manos Unidas.

Así que no tengo excusa para obrar, dar sabor y llevar luz… sólo tengo que querer y dejarme hacer. ¡Qué fácil!