Uno de los pequeños grandes placeres de vivir en la Sierra es poder disfrutar de la sinfonía de perfumes que ofrece el buen tiempo. Ahora que los días son más largos y empieza a ser necesario que las ventanas permanezcan abiertas, se cuela furtivo el galán de noche llenando el pasillo de una inevitable fragancia a campo, a fresco… a vida. Invita a llenar los pulmones, a respirar hondo y a disfrutar de un regalo así. Quizá es “deformación bíblica profesional”, pero se me ocurría pensar que algo así tuvo que experimentar Pablo cuando se le ocurrió decirle a los cristianos de Corinto que “somos para Dios el buen olor de Cristo” (2Cor 2,15).
No estaría mal que nuestra forma de andar por la vida fuera como este galán de noche, que se mete por las ranuras de la existencia de otros, sin ruido ni aspavientos, con aroma de frescor para hacerles desear respirar profundo y mirar de otro modo cualquier noche. Estar impregnados/as del olor de Jesucristo… capaz de, al derramarse, llenar de este perfume toda la casa (cf. Jn 12,3).