Luego llegó el ciclón de la autorrealización y, de pronto, todo lo que sonara a uniformidad y homogeneidad empezó a considerarse tóxico: había que emigrar a otro planeta en el que te valoraran como un sujeto único, original, especial e irreductible. Seguramente hizo falta esa migración en aquellos momentos pero, después de respirar un tiempo la atmósfera de ese otro planeta, descubrimos que aquel aire estaba contaminado y que el pasaporte conseguido a precio de tantas rupturas tenia fecha de caducidad.
Estamos de vuelta de las «individualidades-realizadas-profesionalmente y ocupadas -en-compromisos-espiritualmente-inofensivos». Estamos volviendo a otra tierra, la nuestra, que es la de la vida común. Recobrarla nos está haciendo más conscientes del misterio único que es cada persona y de que necesitamos aprender a respetar más el ritmo y el proceso de cada una, sin tratar de uniformar ni avasallar.
Nos está esperando otra Palabra, la de aquel que es Único y que pone otro suelo bajo nuestro deseo de afirmación y seguridad: “Te he llamado por tu nombre y eres mío. Fíjate en mis manos: te llevo tatuado en mis palmas…”(Is 49,16).
Tantas vueltas para terminar sabiendo, por fin, donde buscar nuestra verdadera singularidad.