martes, 19 marzo, 2024

NÚMEROS

(Dolores Aleixandre). 94: con ese número, bordado  cuidadosamente a punto de cruz, estaba marcada mi ropa (“la ropa de mi uso…”) en el noviciado.  No éramos un número pero teníamos un número y la pertenencia a un colectivo numeroso y disciplinado tenía sus ventajas: eras “una más” dentro del grupo y nada favorecía las singularidades, ni las “especialidades”, cosa que en su conjunto ayudaba bastante a crecer con normalidad. Como en el Apocalipsis, formabas parte de la tribu de los 44.000 marcados y te parecía suficiente: el personalismo se consideraba un defecto y de las excepciones había que huir como de la peste. Conozco personas a las que aquel anonimato les dañó la autoestima, o eso dicen recordándolo con resentimiento,  pero dudo mucho de que esa fuera la verdadera razón de sus malestares.

Luego llegó el ciclón de la autorrealización y, de pronto, todo lo que sonara a uniformidad y homogeneidad empezó a considerarse tóxico: había que emigrar a otro planeta en el que te valoraran como un sujeto único, original, especial e irreductible. Seguramente hizo falta esa migración en aquellos momentos pero, después de respirar un tiempo la atmósfera de ese otro  planeta, descubrimos que aquel aire estaba contaminado y que el pasaporte conseguido a precio de tantas rupturas tenia fecha de caducidad.

Estamos de vuelta de las «individualidades-realizadas-profesionalmente y ocupadas -en-compromisos-espiritualmente-inofensivos». Estamos volviendo a otra tierra, la nuestra, que es la de la vida común. Recobrarla nos está haciendo más conscientes del misterio único que es cada persona y de que necesitamos aprender a respetar más el ritmo y el proceso de cada una, sin tratar de uniformar ni avasallar.

Nos está esperando otra Palabra, la de aquel que es Único y que pone otro suelo bajo nuestro deseo de afirmación y  seguridad: “Te he llamado por tu nombre y eres mío. Fíjate en mis manos: te llevo tatuado en mis palmas…”(Is 49,16).

Tantas vueltas para terminar sabiendo, por fin, donde buscar  nuestra verdadera singularidad.

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