Al menos eso es lo que todos decimos. Un mismo camino, diferentes pasos y, seguramente, distintos objetivos, visiones y hasta búsquedas. Pero todos dispuestos a dejarnos configurar por el camino. La esencia de la sinodalidad no puede ser otra, abrirnos a la sorpresa de lo que se nos va a ofrecer, dejar de calcular y programar para que salga lo previsto, porque eso solo es estrategia, no providencia sinodal.
Es un momento privilegiado para todo el Pueblo de Dios, dentro del cual tan bien se siente e interpreta la vida consagrada. Salimos todos, nos ponemos en marcha y lo hacemos estando como estamos, sin ficciones ni imposturas. Salimos quizá torpes; o con pereza; débiles o debilitados; frágiles, quizá solos… Lo importante es salir y permitir que todos y todas puedan hacerlo. Un proceso sinodal cuestiona muchas formas y estructuras que mantenemos solo porque no alcanzamos a imaginar otra posibilidad. Cada vez es más elocuente que no se dan determinados cambios –imprescindibles– porque no hay capacidad o ésta está amordazada por el miedo. Uno de los efectos más claros de este proceso sinodal se va a dar en el liderazgo de los institutos (y también en el de las diferentes comunidades dentro del Pueblo de Dios). Desaparecerán, porque se quedan sin sitio, los estilos férreos, excluyentes, repetitivos y clericales. Emergerá un liderazgo capaz de leer los signos del Espíritu en el corazón de sus hermanos o hermanas. Y tendrá ese liderazgo como principal empeño la construcción de la comunidad. La real, la que existe, la que es capaz de soñar Reino. Quizá sea un liderazgo que se aparte un tanto de grandes certezas que tanto excluyen. Será un liderazgo frágil en las formas porque ha de ser muy consciente de la propia debilidad; será alegre en los propósitos porque el camino del Reino tiene que ser agua para tanto sediento y sedienta de esperanza. Será un liderazgo que únicamente se proponga encontrar, encontrarse y celebrar lo que encuentra sin adoctrinar ni intentar cambiar por la vía del «ordeno y mando». Por eso también ha de estar capacitado para escuchar lo que hay y no solo lo que quiere oír. Se trata de una escucha con el corazón que, como afirma el Papa, te permite lograr que el otro o la otra se sientan acogidos, no juzgados y libres para contar su propia experiencia de vida y el propio camino espiritual. Porque sin esta experiencia no hay Sínodo, no hay Iglesia y, por supuesto, no hay comunidad ni congregación. Y será un liderazgo que dedique tiempo a la Palabra y no a sus palabras. Será la Palabra la que abra el discernimiento para que el Sínodo –de toda la Iglesia– y los sínodos de cada comunidad (o congregación) no sean parlamentos, dialécticas agotadoras entre «poder» y «oposición» o congresos vacuos que anuncien que concluyó el «clericalismo» desde actitudes y estilos manifiestamente clericales.
Sí, el Sínodo es una propuesta de camino para todos. Pero en este momento y de manera urgente y emergente lo primero que va a suscitar es otro liderazgo. Es un clamor el intento de no pocos por crear y vivir otra experiencia de comunión. El Sínodo, en todos los ámbitos, va a dar voz a tantos silencios y esperanzas en dique, va a abrir puertas y poner nombre a un estilo de discipulado y seguimiento que sea para el Espíritu en este tiempo. Entrar en conversión sinodal propiciará que no se derroche más esperanza en batallas inútiles, en visiones acabadas o en luchas disimuladas o indisimuladas por el poder.
Sugiero que el primer paso de este camino, la primera disposición para que sea un camino de todos y para todos, es que los que creemos que sabemos lo que debe ser este Sínodo, callemos. Escuchemos la voz de quienes no solemos escuchar y de manera muy íntima, emprendamos un proceso de cambio y humildad que nos aleje de la soberbia de creernos en posesión de la verdad. Si aprendemos a escuchar al Espíritu, estaremos facilitando el camino sinodal, porque así aparecerán voces nuevas por lo que dicen, cómo lo dicen y cómo lo viven. Así aparecerá el liderazgo de este tiempo que, sobre todo, es proximidad y vida compartida.