Ponernos ante la realidad de los jóvenes –con la evidente nostalgia de juventud que tienen nuestros carismas– nos sitúa en un necesario discernimiento crítico. No bastan los discursos tranquilizadores que afirman que se está haciendo mucho y bien. No es el momento y, además, a nadie serenan. No basta tampoco la conclusión derrotista que no encuentra quicio en dónde apoyar una propuesta que tenga sabor de hoy. No basta, por supuesto, la reducción miope que intenta una «purificación total» al identificar lo imposible con lo auténtico.
La simple responsabilidad de vivir coherentemente en diálogo con el entorno nos dice a todos, consagrados y consagradas, que tenemos un problema. Además es serio, hondo. Yo diría transcendental. Un problema que dependiendo de cómo lo afrontemos, el porvenir será… o no habrá.
Nuestra dificultad no está en el contenido, es evidente. Pero sí en cómo lo ofrecemos. Formas y lenguaje son, para nuestro momento, no solo algo obsoleto sino carente de significado. Los jóvenes no son extraños a la propuesta de totalidad que son nuestros carismas, pero me reconocerán que hasta llegar a la limpia propuesta de totalidad, hemos creado muchos pasos intermedios absolutamente innecesarios para nuestro contexto. Nos sobra texto y nos falta relato. Nos sobra auto-justificación, directorio y «preces» y, me temo, nos falta biografía vocacional. Porque la esencialidad es escuchar a los jóvenes. Amar su realidad. Hacerla nuestra. Según escribo estas palabras –es un peligro real– estoy temiendo que alguno o alguna convoque un encuentro para «amar la realidad de los jóvenes». O sea, para matar la iniciativa. Somos expertos en organizar, incluso aquello que jamás se debe organizar. Somos expertos en ofrecer respuestas o terapias, incluso cuando no se nos piden. En ocasiones, no tenemos vida, pero tenemos muchas ganas de organizar la vida de quienes la tienen fuerte, desordenada, febril, activa… la de los jóvenes.
Los expertos distinguen diversas patologías del lenguaje. Algunas de ellas me parecen muy sugerentes para acercarnos a la Carta del papa Francisco de otro modo. Un primer paso, sería no acercarnos a la Carta buscando un glosario de respuestas: «el Papa dice…». Lo importante es encontrar, en ella, la inspiración del propio cambio de actitud.
Apenas lleva unos días circulando la Exhortación y ya tenemos infinidad de textos con frases resultonas que, ingenuamente, quieren dar actualidad y vida a nuestros discursos de siempre. Es una suerte de ecolalia, o repetir frases en forma de eco. En realidad es un mecanismo de defensa. Pero no es seguro que solo repetir, provoque conversión. Claro que también padecemos una pararrespuesta, o la patología que conduce a responder con algo que no tiene nada que ver con la pregunta. Si hacemos memoria, podemos descubrir, fácilmente, que es más que frecuente en las habituales propuestas-respuestas con las que decimos «saciar» la «sed» que –según nosotros– los jóvenes tienen. No falta tampoco la tentación de la verbigeración, que consiste en la repetición de frases sin sentido y fuera de lógica. En nuestra descripción sobre la pastoral con jóvenes, se suele manifestar en aquellos principios atemporales, descontextualizados y voluntaristas que nada tienen que ver con la antropología real de quienes hoy son jóvenes y buscan a Dios. Hay, además, otra patología muy presente. Se trata de la bradilalia. Se dice cuando hay una disminución del ritmo de emisión de palabras. Y es que nuestra vocación de acercamiento es real, pero nuestras palabras y gestos son tan lentos que difícilmente llegan a conectar con el pensamiento juvenil que, como sabemos, es vital, cambiante, ágil, inmediato y visual.
Cristo Vive es la Carta convencida de que este tiempo es de los jóvenes y para los jóvenes. Por favor, no la convirtamos en un texto más de nuestras seguridades, ni en un argumento para llenar de encuentros la vida de consagrados adultos y ancianos. Convirtámosla en lo que es: el compromiso para facilitar la respuesta a Dios de quien hoy es joven.