Es evidente que tenemos una historia. Y la mirada hacia ella, en conjunto, es de agradecimiento. Pero con la misma hondura y emoción ha llegado el momento de dar la cara y atrevernos a mirar de frente a los abusos –como titulamos la columna presente en VR desde hace años– para erradicar una lacra, desgraciadamente más presente que lo que nuestra imaginación podía sospechar. Aunque solo hubiese ocurrido en una ocasión, aunque solo contásemos con una víctima, es más que suficiente para cambiar el rumbo, transformar estilos, convertirnos y reparar un crimen que sonroja y avergüenza la vida y misión que hemos recibido.
Lamentablemente no es un caso y no es el momento de querer «tapar el sol con un dedo». Es el momento de investigar, reparar, acompañar e indemnizar; es el momento de transformar la formación, la selección, la convivencia y el cuidado de la afectividad. Es el momento de la Gracia, porque quien quiere libertad se abre a la experiencia del Espíritu sin miedo y sin lamento. Con decisión y con paz.
Soy de los que piensan que de este episodio tan cruel vamos a salir mejores. Vamos a aprender a no temer la luz que ilumina y no avergüenza. Vamos a aprender a dejarnos pensar y reconocer, sin temor alguno al peso de las palabras, el descrédito o el juicio.
Hay, sin embargo, varias cuestiones complejas que aparecen con intensidad en este ambiguo proceso de esclarecimiento de hechos y víctimas.
La primera es querer reducir toda la vida y misión a la cuestión de los abusos de menores. Quien no diferencia confunde y, evidentemente, la vida es mucho más porque, no lo olvidemos, también «sobreabundó la gracia». Por eso, cuidado con quienes convierten la vida en una única especialidad «antiabusos», porque ahí se nos está colando un vedetismo de temporada. Para posicionarse contra los abusos hay que fortalecer la convicción, colaborar con la investigación, alejarse de los focos y cuidar la normalidad de la relación y espiritualidad.
Segunda. No desviar la atención. Asumir la realidad y encajar la vergüenza. Como Iglesia ni nos legitima ni nos sana el «y tú más» con el que, en ocasiones, se pretende amortiguar el golpe afirmando que es un crimen social y está presente en muchos ámbitos de la sociedad. Lo cual es cierto. Pero, insisto, un solo caso dentro del espacio de la comunidad eclesial, que tiene por vocación servir y representar al Reino, tiene una magnitud y unas consecuencias trascendentales.
Tercera. Tenemos que entender que no es un problema de mensajero, aunque haya mensajeros que tras estos pasajes pretendan minar la credibilidad de la Iglesia. Minan la credibilidad los hechos en sí y el querer ocultarlos. La clave con los medios de comunicación no puede ser otra que la transparencia sin obsesión; la información sin escarnio y la colaboración sin sumisión ni miedo.
Cuarta. Lo único importante son las víctimas y que no vuelva a haberlas. El drama no lo soluciona el silencio, sino la restitución. No hay dos personas iguales y no se puede abordar un problema sistémico sin acoger el rostro, historia, necesidades y dolencias de cada persona abusada. Esta Iglesia y esta vida consagrada necesitan llorar y reconstruir aquello que ha roto para tener porvenir.
Quinta. El camino es la formación. El cuidado. La integración afectiva. El discernimiento vocacional. Grandes titulares. Grandes palabras sobre las que tenemos infinidad de tratados y encuentros en nuestras espaldas. Grandes principios que necesitan ser personalizados y para ello es imprescindible el diálogo y el discernimiento, la calidad comunitaria y la normalidad relacional.
Sexta. Ha llegado el momento de la acción. No es hora de más declaraciones rimbombantes, sino de compromisos claros con las personas y sociedades heridas por el abuso. Es hora de decisiones firmes que recreen espacios comunitarios donde la persona sea, se sienta querida y aprenda a querer. Porque si algo es y quiere ser la vida consagrada es sobreabundancia de Gracia para todos.