Personalmente no creo que la urgencia resida en argumentar teológicamente por qué la vida consagrada necesita abrir sus puertas a la realidad. Lo que sí es una necesidad imperiosa es ponernos de acuerdo para hacerlo. Ahí está la verdadera ruptura interior de las instituciones de consagrados: en el acuerdo.
Da la sensación de que nuestras respuestas a la voz del Espíritu van apareciendo tímidamente, pidiéndonos perdón al hacerlo. De este modo, no se vislumbra transformación alguna en las congregaciones. Es indudable el cambio, la nueva significación, las presencias más ágiles y vulnerables, pero estos estilos y decisiones no empapan, en absoluto, el decidir conjunto de las familias religiosas.
Hay un rodillo anónimo que parece imposibilitar el acuerdo evangélico. Hay un pacto no escrito, pero fuerte, para que se hable del cambio sin que nada mude. Hay una tensión auto-protectora que consigue argumentar con fuerza frente a toda posibilidad de diálogo, de igual a igual, con los contextos en los cuales se desvela el sentido y la actualidad de los carismas.
El resultado es demoledor. La sensación de cansancio de quienes necesitan nuevos dinamismos del carisma se está transformando en pasividad o cautela, mientras, por el contrario, reaparecen mil prevenciones que, ahora, justificadas por la situación post-pandemia, vienen a dar la razón a quienes encuentran el sentido de la misión en la conservación.
Indudablemente el diálogo con la realidad, si es sincero, nos conducirá a parajes inéditos. La salida a la vida, de la que tanto hablamos en nuestra publicación, supone más riesgo que seguridad. La Covid-19 que ha de ser interpretada desde los signos de implicación misionera intercultural e internacional, provoca añadidos de miedo a una sociedad de consagrados ya profundamente desconectada de la vida. Los meses de reflexión y silencio han propiciado en un buen número de hombres y mujeres religiosos una necesidad íntima, vital e inédita para empezar a vivir un relato diferente de compromiso. Pero están en silencio. Las «maquinarias congregacionales» necesitan recuperar el tiempo perdido y poner a la congregación en «sintonía de capítulo», «revisión de presencias», «constitución de comunidades» –y un largo etcétera de jerga interna– para que, de nuevo, se ajuste todo al funcionamiento previo a la pandemia. Es la mirada cortoplacista del liderazgo que solo entiende de administrar lo que ve, sin capacidad para soñar lo que puede ser.
Arrancaba el editorial insinuando que ahora, lo oportuno, es fijar bien las urgencias. Ponernos de acuerdo sobre ellas, no forzarlas, pero no frenarlas. No se trata de generalizarlas, sino de dar posibilidad para que se hagan realidad en algunas personas y algunos lugares. Estar esperando administrativamente a que los pasos del desfile comunitario o congregacional sean rítmicos y sin disonancia, amén de inútil es estéril para quienes ven otros tiempos, otras posibilidades y otro estilo de misión. Si algo nos ha enseñado la reciente plaga –en la que todavía estamos– es que no nos salvamos solos con nuestras medidas protectoras; que compartimos vida y esperanza con otros muchos que no están en nuestros «espacios protegidos»; que no sirve el argumento de «a nosotros no nos pasa» porque nos pasa a todos; que la vida se regenera en el cuidado y la atención, no dejándola a su suerte y, además, que aquello que damos por seguro, en cuestión de instantes, puede desaparecer… y desaparece.
La Covid-19 más que añadir contenido a la vida consagrada, ha desvelado su fragilidad. Y teológicamente, no está mal el descubrimiento. Nuestros argumentos de misión se mostraron teóricos y débiles. Nuestros principios de comunión funcionales; nuestra urgencia en protección y nuestra posibilidad en miedo. A la vez, han ido naciendo otras mociones que deben aparecer y deben arriesgarse a ser propuestas y expuestas. Necesitan ponerse de acuerdo para abrir la puerta que es mucho más que una frase o un giro de llave; es un principio de misión. Pero ha de hacerse fuerte la verdad y la valentía. Hay que expresar abiertamente para qué abrimos la puerta y en dónde. Porque, desgraciadamente, hay puertas que ya no pueden abrirse porque lo único que custodian es pasado.