NÚMERO DE VR, ABRIL 2019

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El cambio y el «efecto maratón»

Son muy frecuentes en nuestras ciudades las maratones. Muchas de ellas expresan solo la necesidad de socializar y compartir. Algunas nacen por una buena causa, para visibilizar un problema, reivindicar una mejora social o reclamar justicia. La vida consagrada está viviendo su particular maratón.  Además cabría señalar que son maratones diferentes.  No es lo mismo una carrera de fondo en Bogotá o en Buenos Aires, que en Madrid o Milán; en Addis Abeba o El Cairo. Podríamos añadir que los estilos de «caminar corriendo» también tienen que ser distintos dependiendo de los carismas que son nuestra «nacionalidad verdadera».

Pero en la organización de una maratón –nuestra parábola– confluyen muchos elementos. No es exactamente igual estar en la línea de salida donde se percibe bien todo el ritual: disparo, publicidad, música, motivación… que participar en una maratón multitudinaria en la que te «toca» salir 15’ o 20’ después de los primeros. Allí atrás, ni se  oye el disparo, ni se percibe el ambiente de fiesta ni, por supuesto, se alimenta la necesaria satisfacción personal para sentirte necesario de una gesta. También nos afecta la motivación primera. No es lo mismo participar en una maratón porque eres un apasionado o apasionada del deporte, que hacerlo por convención social o porque los otros o las otras lo hacen y dicen que es bueno para la salud. Nos influye, también, la situación personal. Hay edades y culturas que son para el deporte, lo necesitan… y hay edades, donde el disfrute queda muy diluido por el esfuerzo de mantenerse en pie. Siempre hay personas y edades en una maratón que se asoman a la línea de salida ya cansados… pensando en qué momento abandonarán la carrera. En las maratones participan muchas personas que no se dedican prioritariamente a correr, pero siempre hay algunos que son corredores o corredoras profesionales… No participan para ganar, pero sí para demostrarse que están en forma. Difícilmente los demás pueden seguir sus ritmos y, estos y estas, a veces, mirando a la masa que poco a poco va desplazándose hacia la meta, se sienten decepcionados o decepcionadas por la poca calidad de la maratón.

Una maratón, que en sí es un cambio, es una experiencia muy compleja que conviene analizar. La vida consagrada está abocada a un cambio sin complejos, pero este ni es generalizable, ni para todos y todas igual, ni mucho menos al mismo ritmo. En el libro Transiciones Organizacionales, Beckhard y Harris nos ofrecían en el ya lejano 1987 la fórmula del cambio. Esa fórmula fácilmente aplicable a multitud de instancias sociales, se puede acercar a nuestros modelos institucionales, con la complejidad añadida de que nuestro sistema social de respuesta (misión) se identifica con nuestra realidad antropológica (vida compartida). De esa fórmula del cambio, me quedo, sin embargo, con algunas impresiones que deben ser tenidas en cuenta en nuestro momento, sin duda, delicado. La primera, que el cambio es irreversible, pero ha de ser percibido como posibilidad y no como drama. Para ello se ha de trabajar menos la comunicación institucional y mucho más la comunicación cordial; la segunda, que el cambio es cuestión de fe. Se ha de integrar personalmente la responsabilidad que tenemos a la hora de posibilitar o frenar el cambio. El mañana, dicho con claridad, está muy cuestionado dependiendo de cómo sea nuestro hoy de generoso; y la tercera, que es muy diferente el cambio de una institución que, efectivamente, se puede programar, proponer o escribir, que el cambio de una persona. Este último es imprescindible y debe ser comprendido como transición. Y además es original, personal, único, autobiográfico y, por ello, respetado y respetable. Si no es así, no es cambio, es adoctrinamiento. Lo que se quiere, en el fondo, es que participe en una maratón aunque no se entere por qué está corriendo. Siempre, como ocurre a los corredores profesionales, nos podremos quejar porque la «masa» ralentiza o imposibilita el cambio o calidad de la maratón. El idioma de la «transición» lo mismo inspira liderazgos posibilitadores que agradezcan, de verdad, cada persona y sus recorridos; que se arriesgue y posibilite comunidades también arriesgadas y en misión; que explique bien, con la vida, el sentido de la maratón; que valore el movimiento y no confunda la «parálisis» con la fidelidad.