NÚMERO DE OCTUBRE DE VR

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PARA TENER VIDA, OFRECER HOGAR (Editorial).

Los jóvenes nos dicen a los religiosos europeos que lo que proponemos no está mal, pero no es para ellos. Como cuando ante una película descubrimos que el argumento no es malo, pero no consigue enganchar porque falla la luz, la fotografía, los exteriores o, quizá, alguno de los protagonistas.

Aquellos y aquellas que entran en la vida religiosa en los últimos años por ese «arte misterioso de nuestro Dios» llegan con ganas pero, poco a poco, pueden ir haciendo una «composición de lugar» mediocre. Algo así como si, inconscientemente, se dijesen: «por qué soñar con máximos, si con mínimos se puede vivir bien». El dilema de la pastoral vocacional no está en que se hagan mal las cosas, ni que las propuestas no sean buenas; está en entender que lo que se ofrece no basta, no transforma, no cautiva ni enamora. El argumento es el mejor. Habla de un todo gratuito. ¿Puede haber propuesta mayor? Sin embargo, lo gritamos desde realidades muy gastadas. Algunas no soportan, cual vieja pared, ni otra mano de pintura para transitar armoniosamente por este presente.

La renovación que nos proponemos y que es imprescindible para los religiosos está bien pensada. No hay huidas en las proposiciones que los capítulos van sacando a la luz. Pero, la novedad –que es carismática– no vendrá de un golpe de razón, sino de un golpe de Espíritu. No es posible, si no hay vuelta al Espíritu, un abrazo de lo provisional o lo frágil; es imposible debilitar nuestras estructuras si no hay un acto de fe por el que, de nuevo, nos reconozcamos discípulos. No habrá renovación si no paso o pasamos del escándalo teórico ante las injusticias sociales; al compromiso vital y carismático entre las mismas.

Nuestra «vieja Europa» tiene la oportunidad de volver a ser «madre», en palabras de Francisco, ante el drama de los refugiados. La vida religiosa ha respondido inmediatamente. No podemos permitir que sea una respuesta circunstancial, calculada o empresarial. Debe ser una respuesta desproporcionada, sorprendente y nueva. Como el Espíritu. Son los ricos quienes pueden hacer cálculos de qué desprenderse para vivir igual y quedar bien. Los que buscan la justicia del Reino saben que solo gozarán cuando pongan todo a trabajar, cuando arriesguen e, incluso, cuando cambien de sitio, de estilo y de vida.

Los refugiados son el rostro inseguro de una crisis que puede ser nuestro kairós. Nos pueden llevar a los márgenes sociales e institucionales. Nos pueden devolver la necesidad de compartir para vivir. Pueden sacar a la luz, de manera inmediata, lo que no somos capaces de formular tras horas y horas de estudio y ríos y ríos de tinta: nuestro ser subversivo, gratuito y evangélico.

Los jóvenes se apuntan a empresas imposibles. Gustan de los discursos que remueven seguridades. Quieren cambios, los necesitan. Sueñan un mundo diferente, unas relaciones sin precio, no se tranquilizan con nuestras historias, porque necesitan ser coprotagonistas de las suyas. Si los escuchamos nos hablarán de los inmuebles vacíos, de nuestros proyectos empresariales o de nuestras líneas maestras con desafección… Necesitan encontrar espacios donde lo que sintieron en el corazón, lo vean y palpen. No se dejan serenar con argumentos racionales sopesados, sino que necesitan decisiones arriesgadas que los lleven a los márgenes. Los jóvenes están haciendo una particular lectura de lo que significa el éxodo que en nuestros días vivimos. Un rasgo de la vida religiosa para este presente es ser hogar, ofrecer hogar, crear hogar. Escuchemos la calle. No prolonguemos indebidamente un discernimiento que nos estanque en si debemos hacer algo, si hay que garantizar seguridades, si es arriesgado perder patrimonio… porque, una vez más, discursos recurrentes que amordazan la bienaventuranza, nos esterilizan. Estoy convencido de que si en la vida religiosa nos ponemos en sintonía de quienes hoy son llamados, éstos encontrarán su casa, su sitio y su sentido. Y la vida religiosa, gracias a una crisis, que es kairós, encontrará su futuro. Porque los jóvenes, por serlo, no son inconstantes, sino que les quema la tradición cuando se aleja de la vida.