ESCUCHAR, SIN MIEDO, A LAS ESTRUCTURAS (Editorial)
Recuerdo ahora lo que más me impresionó de las distintas versiones sobre el hundimiento del Titanic. Ni la magnitud del barco, ni el inmenso horizonte helado de los glaciares. Solo el impresionante silencio mientras la estructura se quejaba lentamente con la cadencia constante de una herida que iba a llevarlo al fondo del mar. En esos momentos, los distintos personajes van reaccionando como cabe esperar. Muchos corren desesperados y sin sentido. Se suceden caídas, tropiezos y atropellos. Aparecen también los bajos instintos que siempre, en situaciones de confusión, buscan la luz. Hay algunos –siempre los hay– que llenos de un optimismo sin sentido, piensan que no se debe hacer nada, porque nada va a pasar. Unos pocos, que calculando la magnitud de lo que viene, desarrollan artes de visión y liderazgo y empiezan a buscar la salida posible. Un conjunto de escenas y situaciones que consiguen mantener la atención en un acontecimiento que, ni por asomo, se pareció a la crueldad de lo realmente ocurrido.
Evidentemente no estamos ante el hundimiento del Titanic. Ni mucho menos. Pero sí estamos percibiendo quejidos internos en las estructuras que anuncian un cambio bastante más radical que el que planificamos. Hay voces, más ingenuas que esperanzadas, que siguen anunciando que todo sigue igual, mientras nada es igual. Hay programaciones que evocan un «presentismo» sin mañana y hay, cómo no, unos cuantos y unas cuantas, que están haciendo bien los deberes y, muy atentos, escuchan el dolor de las estructuras para sostener, enmendar y trasladar. Estos saben que aunque se reitere que «nada hay nuevo bajo el sol», en realidad, la luz de la mañana viene con nueva necesidad y respuesta. Sobre todo, hay un grupo interesante en la vida religiosa que leen el presente proféticamente porque han comprendido que ahí se sitúa la verdad carismática, la agilidad misionera y la urgencia pastoral. Éstos no huyen de la historia porque los ha dotado de sabiduría y libertad; pero sí huyen de formas históricas que respondían a hombres y mujeres que ya no están. Al escuchar los «nuevos quejidos» saben que ahí está la oportunidad, la comunidad y la misión.
Hay que estar atentos. No siempre lo que parece estar dolorido está enfermo. A veces duele por estar muy vivo. Son tiempos de selección y prioridad. No sobra nadie y es conveniente salir de la confusa impresión de que, en cada familia solo unos pocos, entienden el hoy de la misión. No se salva –el hundimiento– trabajando directamente en las brechas que el tiempo ha surcado en la estructura, sino en el corazón de quienes tienen que soñar nuevas estructuras. Son tiempos, efectivamente corporativos, pero nunca por presión sino por persuasión, enamoramiento y contagio. La siempre presente tentación de unificar, uniformar e igualar, choca en esta era con la necesaria particularidad, originalidad y diálogo. Lo más grande que tienen las congregaciones religiosas es el milagro de los carismas abiertos, tan plurales y ricos como la vida de cada uno de sus miembros. Se está dando en la historia reciente, una tensión frecuente de historias ricas y personales que no se encuentran en el hacer y vivir común. Viene un tiempo de menos proyección y más cohesión; menos anuncio y publicidad y más suma interna; menos declaraciones de paz social para trabajar el sanado y restañado de heridas institucionales.
Escuchar hoy nuestras estructuras doloridas, nos lleva a la vida dolorida de algunos hermanos y hermanas que, equivocadamente o no, siguen esperando una oportunidad para vivir y regalar la gratuidad por la que un día dejaron todo. Quien vive de la apariencia está siempre tenso ante la imagen que le devuelve el espejo de la realidad; quien busca la misión sabe encontrar, en la realidad, apuntes nuevos que lo llenan de vida. Vamos percibiendo que la realidad nos interpela; nos dice con claridad que hay formas gastadas, usos desfasados y presencias acabadas. En lugar de disfrazarla o justificarnos, se impone atender los quejidos de la estructura, avivar la generosidad de saber que formamos parte de una tripulación con futuro y, sobre todo, ganar libertad para escuchar a quien tiene capacidad para leer por dónde llegan los mensajes que traen vida para un estilo de seguimiento necesario, urgente y reformador de la comunidad eclesial.
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