Hace ya tal vez un par de meses, Juan Rubio publicaba un artículo sobre los Planes diocesanos de Pastoral. El trabajo me resultó muy interesante, y comienzo por decir que lo suscribo al ciento por ciento. Y remito a él para quien quiera leerlo. En pocas palabras, el autor nos llama la atención sobre la ineficacia crónica, que en muchos casos, experimentamos ante estos “Planes”. Por ser repetitivos y cansinos, porque no suelen partir de un análisis sereno y serio de la realidad, porque rara vez se evalúan al final del ciclo anual pastoral, porque responden en ocasiones a planteamientos pastorales trasnochados, porque seguimos insistiendo en actividades y proyectos desfasados cuyos resultados, tantas veces constatados, nos dejan vacíos y frustrados ante la escasa o nula “eficacia” (me gusta más decir, “fecundidad”) de dichas actividades.
Las razones para esa especie de esterilidad innata de al menos algunos Planes de Pastoral, pueden ser muchas y variadas. Y no debemos caer en simplificaciones o generalizaciones. Pero se echa en falta un arrancar a partir de un análisis sesudo y honesto del mundo en el que estamos, de la sociedad, de nuestra gente. Damos por sentadas muchas cosas. El ejemplo que siempre sale se mueve en el campo de la praxis sacramental. Llevamos muchos años dándole vueltas a la misma noria y haciendo planteamientos falsos porque no acabamos de aceptar que la vida sacramental “es para” cristianos/as que han recorrido un camino previo de evangelización y catecumenado: no son cristianos “adultos”, la vida sacramental se reduce a actos estrictamente sociológicos cargados de ornato y frivolidades que desvirtúan el sentido sacramental del bautismo, de los matrimonios, de las primeras comuniones… Ya se ha hablado demasiado de esto y no procede insistir más en ello. Sin embargo, continuamos “haciéndolo”. ¿Será que “no sabemos hacer otra cosa”? O, lo que es peor, que estimamos que “no se puede hacer nada más que lo que hacemos”? ¡O será que así nos auto-justificamos y tranquilizamos nuestra conciencia?
Seguimos sin aceptar en qué sociedad vivimos. Tal vez ni nos hemos parado a profundizar suficientemente en nuestra sociedad postmoderna, indiferente u hostil en gran medida ante lo cristiano e incluso ante lo religioso en muchos casos; una sociedad, la europea, que “ha dejado de ser culturalmente cristiana”; algunos hablan de una sociedad “post-cristiana”, de una verdadera “exculturación” de la fe cristiana en nuestros pueblos y ciudades. En una sociedad así, donde la Cristiandad ya no existe, los “Planes pastorales” deberían ir por otros derroteros, ensayar nuevos caminos aunque esto conlleve errores y fracasos. Francisco nos pide en su Evangelii gaudium, “audacia y creatividad”. Dos conceptos cargados de contenido, pero dos conceptos que nos aturden, nos dan miedo, y nos impiden emprender nuevos caminos. El reto es inmenso. Pero tal vez no queremos afrontarlo. Alguien dijo: “cuando ya nos sabíamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas”. Algo así puede que esté sucediendo mientras permanecemos, pese a intentos valiosos que nunca faltan, como espectadores de un “tinglado” que se desmorona día a día sin quererlo ver, ni analizar, ni afrontar. Es importante conservar la fe de la gente, también la fe “sencilla” y hasta ingenua de muchos: ¡tienen derecho a que les acompañemos en su vida cristiana!, pero una Iglesia “en salida”, de “discípulos misioneros” no puede seguir elaborando planes pastorales que nacen muertos, y lo sabemos desde que estaban en el útero eclesial. Antes de la Iglesia “en salida”, (o a la vez) hay que pensar en una Iglesia “en entrada”, que penetre en sí misma, sea autocrítica, honesta, y capaz de entonar un sincero mea culpa. ¡Audacia y creatividad! ¿Estamos dispuestos?