Despiertos para despertar al mundo
Quien es discípulo está despierto, está pendiente porque no sabe como son las respuestas, sino desde un acercamiento a quien es la respuesta y la razón de todo. Establece, en este sentido, un nuevo modo de relacionarse y de ser familia. La comunidad de los próximos a Jesús es la que nace de unas relaciones nuevas, diferentes. Más allá de las que nos vinculan por carne o sangre; más hondas y claras que las relaciones humanas que conocemos por historia o experiencia vital. Somos madres, padres, hermanos… porque en la aceptación de la Palabra, solo en ella, encontramos la unión de existencias que por propio impulso, jamás se buscarían ni llegarían a ningún punto de encuentro.
La propuesta de una alternativa
El mundo no está dormido. Pero no es tan claro que en sus mecanismos relacionales brote la experiencia de Dios de manera espontánea. Demasiado cálculo y programación van situando el logro humano, bien lejos de la búsqueda teológica de quien rige el mundo. No se trata tanto de un sueño, cuanto de un despiste. ¿Quién podrá evocar que la fuente de la trascendencia guía la humanidad? Solo quien siendo muy humano mantenga claro el «cordón umbilical» con el mismo Dios. Quien ante el dictado laboral de la productividad y la ejecución, anuncie explícitamente unos valores que no se han corrompido o confundido. La vida consagrada ha de ser una alternativa clara, directa, explícita y débil.
Creemos que la situación de cansancio y desgaste de la vida religiosa en Europa es paradigmática de la consumación de un ciclo de vida consagrada. Más allá de fronteras, la realidad es que el crisol europeo nos ofrece una interpretación fiable de la constatación de san Pablo: «Lo antiguo pasó, ha llegado lo nuevo» (cf. 2ª Cor 5, 17). Se ha acabado una etapa, se ha configurado un tiempo nuevo a raíz de un proceso gradual y firme en el que las viejas estructuras de vida religiosa sirvieron a una época que no es esta y, hoy constatan que ya no indican, ni llaman, ni conmueven. No son signo de pecado, pero tampoco explícitamente ofrecen al Dios de la vida ni atienden a aquella necesidad que el ser humano tiene cuando se piensa o refiere a Dios. En esta tesitura, la vida religiosa recibe la llamada de despertar al mundo, ¿cómo lo logrará?
El trayecto a Galilea: La mesa compartida
Tenemos cada vez más claro que nuestro «lugar teológico» es la intemperie de los orígenes. Aquella Galilea en la que casi nada nos ofrecía seguridad. Aquel lugar que paradójicamente eligió Jesús para la vida y misión de la comunidad apostólica y que, nosotros, por razones bien argumentadas, desestimamos porque no es «sitio seguro» para la comunidad. No hay bienhechores que nos protejan y no está garantizado el «granero vocacional». Sin embargo, algo nos dice que el sitio de los consagrados no es otro que la intemperie de una Galilea, siempre ambigua y misteriosa. No conocida y casi anónima.
Quizá ha llegado el momento de reconocer que mucho de lo que ofrecemos es superfluo, lo ofrecen otros o no es urgente. No es el mundo el que tiene que desplazarse para despertar cuando nos encuentre. Tenemos que salir despiertos a la realidad. Y hemos de hacerlo allí donde de manera más clamorosa se percibe el sueño.
El corazón de la misión de la vida consagrada es la paz. Ofrecerla y reconocerla en el corazón de la humanidad pasa por un desplazamiento efectivo de formas y fondos de manera que seamos aquellos que la encuentren, la señalen y la celebren habitando en el corazón de nuestros contemporáneos.
Nuestro desplazamiento se hará profético y, por ello, luminoso, cuando devolvamos los sitios que hoy debe asumir la sociedad civil. Donde ya no somos los necesarios, ni los únicos, ni los que tienen que ofrecer lo que ofrecemos y, sobre todo, cuando de manera decidida renunciemos a la excelencia de los primeros lugares. La marginalidad de la vida consagrada, que no su vulgaridad, es el acento profético que tenemos más disimulado. De manera recurrente nuestras palabras sobre debilidad, minoridad y signo se ven violadas por nuestras presencias poderosas o instituciones empresariales y hasta nuestro afán de suficiencia. Se trata de un desplazamiento hacia una mesa compartida en la que los invitados sean todos, y nuestro gozo consista en entregar lo que somos sin precios, prebendas o privilegios.
La vida consagrada no propone nada que no pueda ni esté dispuesta a vivir. Los consejos evangélicos y la vida compartida en fraternidad son un auténtico laboratorio de humanidad. Sanar las relaciones gastadas; restañar las heridas; favorecer el encuentro son los signos de la nueva humanidad. En ella, como un signo pequeño, elocuente y vivo, la vida consagrada está anunciando que esta humanidad es el lugar de Dios, donde se ha encarnado y está a gusto. No es en sí misma ni la solución de los problemas, ni la fuerza arrolladora que a todos cambie y conmueva. Pero es un signo veraz del reino que indica, a todos, por dónde va el camino de Dios.