NUESTROS PEQUEÑOS CANDILES

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El hombre camina únicamente con la modesta lámpara de su razón, pero de repente, aparece fulgurante la Palabra de Dios, que -como el sol- hace palidecer nuestros pequeños candiles.

Los que no nos movemos en el mundo de las teorías, sino que caminamos por la senda de la vida buscando el rostro de Dios, hemos aprendido a lo largo de los años a percibir sus huellas en las cosas pequeñas y cotidianas, que después llevamos a la meditación, y una vez rumiadas, nos alimentan y dan orden a la actividad de cada jornada.

Cada día, liturgia y vida consagrada, intrínsecamente vinculadas, son el recuerdo de la primacía del Evangelio en nuestras vidas, y signo de lo esencial en la vida de la Iglesia. Esto conlleva un empeño diario por dar prioridad a la escucha de la Palabra, y al gesto litúrgico, constantemente reavivado. No puede haber una Iglesia viva y una liturgia cansada; como tampoco puede haber una Iglesia en salida y una liturgia en retirada.

La asamblea litúrgica es la experiencia cotidiana sinodal de la Iglesia; de hecho, de la liturgia vivida se dibuja el espíritu de la sinodalidad cristiana, que no es un simple caminar juntos, sino que es un “ser juntos” Evangelio celebrado. Por eso, creo que es urgente, en los que tenemos la dicha de ser cristianos, renovar la experiencia del año litúrgico como evangelización de nuestras propias consagraciones.

Sí, realmente la liturgia es el Evangelio para nuestros sentidos: palabras, gestos, posturas, cantos, música, actitudes interiores, expresiones exteriores, vestiduras…, todos signos concretos llenos de espesor evangélico, pero que muchas veces se nos escapan.

La belleza de la liturgia cristiana proviene de ser Evangelio, verdadero pozo donde saciar la sed de cada corazón, y de tanta tierra sobreexplotada -y reseca- como es la vida consagrada en estos momentos que estamos viviendo. La aceleración en la que vivimos hace que el hombre se sienta “colocado en la historia”, pero sin adherirse al tiempo y vivirlo.

Por eso, el Santo Padre decía hace unos días que contrarrestemos el frenesí, el ruido y la palabrería, que nos minan en la vida cotidiana, valorando el silencio en la liturgia, gesto elocuente, tiempo y espacio fecundo para permanecer en el amor del Señor, cultivar la mirada contemplativa, dar profundidad a la oración del corazón y dejarse transformar por el Espíritu. A través de la liturgia de las Horas, decía el Papa Francisco, elevamos a coro la oración de los Salmos y aprendemos a vivir el valor de la unidad y la comunión.

Muchas personas experimentan que la velocidad les devora, sin prestar atención -ni darse cuenta- que el tiempo está habitado por Dios, es más, el tiempo está acompaña do por Dios, según las palabras verdaderas de Jesús: “Yo estoy con vosotros todos los días” (cf. Mt 28,20). ¿Hacia dónde corremos tanto? El hombre no está llamado a vagabundear sin rumbo, esperan do la llegada de la muerte, que en el fondo pensamos que cuanto más tarde mejor. Estamos llamados a tener una vida plena, pero la aceleración vacía de sentido nuestras actividades y nos cansa sobremanera. Y en muchos de nosotros, el querer cubrir tantos servicios como cuando nuestras comunidades eran jóvenes y numerosas, está quemando a las personas. Este abismo de sinsentido nos está acechando constantemente a todos. ¿Qué podemos hacer? Es el interrogante que está sentado en el fondo de todos los que perciben esta verdad, cada vez más patente. ¿Qué podemos hacer?

Estoy convencida que renovar constantemente, y sin desfallecer, nuestra vivencia del año litúrgico, es uno de los modos que tenemos para revitalizar nuestro “ser juntos” Evangelio celebrado. Lo primordial no es la belleza estética de las celebraciones, lo primordial es este “ser juntos” que con frecuencia descuidamos.