A la Iglesia de Dios que peregrina en Tánger
Muy queridos en el Señor: Paz y Bien.
El amor ha puesto al Unigénito de Dios en el centro de la historia , y la gracia de la fe lo ha puesto en el centro de nuestra vida. El Espíritu del Señor ha encendido en nosotros un fuego que deseamos ver prendido en toda la tierra. A todos hemos de anunciar lo que hemos conocido de Dios: la vida a la que hemos sido llamados, el salvador que se nos ha dado. “Nos apremia el amor” a dar lo que hemos recibido, a fin de que todos vivan para el que murió y resucitó por todos.
“Es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar” . La evangelización se nos ha hecho necesaria y urgente: la Iglesia ha sido ungida y enviada “para rescatar del desierto a los hombres y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud” . “Nos apremia el amor”: “no podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta” .
Por todo eso, el Papa Benedicto XVI ha convocado un Año de la fe, que “comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013” .
Somos testigos de la crisis de fe que afecta a nuestra sociedad: nos duele la soledad en que la fe perdida va dejando a los hombres nuestros hermanos; todo nuestro ser se vuelve al dueño de la mies para que envíe operarios a su mies, pues el sinsentido almacena en una triste oscuridad lo que nació para ser recogido con alegría en los graneros de Dios.
Pero en vano habríamos visto, en vano habríamos sufrido, en vano habríamos hablado, si hubiésemos renunciado a convertirnos a Cristo, si el corazón se cerrase a la llamada de la gracia a renovarnos y transformarnos en Cristo.
Un fuego se enciende con otro. El del amor a Cristo se encenderá en torno a nosotros si lo llevamos encendido dentro de nosotros.
Una puerta que sólo Dios abre:
La fe, el conocimiento de la verdad, el conocimiento de Dios, la salvación, la vida eterna, el Hijo de Dios, todo lo recibimos de Dios, todo es gracia, todo es don. Sólo Dios lo puede dar. Por eso decimos que sólo Dios abre la puerta de la fe, pues suya es la vida eterna que la fe nos revela, suyo es el conocimiento en que la vida eterna consiste, suya es la salvación que recibimos al creer.
Ese tesoro de gracia lo ha puesto el Señor en nuestras manos, pues quiere ofrecerlo, por medio de nosotros, a los pobres. Según se dice en los Hechos de los Apóstoles, al regresar Pablo y Bernabé de la misión que se les había confiado, reunieron a la Iglesia y “les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos, y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe” . Y en el mismo libro, al hablar de la predicación de Pablo en Filipos, se hace referencia a una mujer llamada Lidia, natural de Tiatira, que adoraba al verdadero Dios y que había escuchado la enseñanza del apóstol; el autor sagrado dice de ella que “el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo” .
A nosotros se nos pide recorrer los caminos de la misión; y el Señor, que va con nosotros, abrirá la puerta de la fe. A nosotros nos corresponde la tarea de la predicación, y el Señor abrirá el corazón de los escogidos para que acepten el evangelio.
La puerta de la fe se abre para que el hombre entre en la casa de Dios, en la familia de Dios, en la Iglesia de Dios; la puerta se abre para que accedas a la salvación, para que entres en Cristo, para que entres en el seno de la Trinidad Santa.
Pero no podrás entrar en el misterio que la palabra de Dios te revela, si la gracia no te abre el corazón para que acojas la revelación. No podrás entrar en el misterio que está fuera de ti, si la gracia no te abre el corazón para acoger ese misterio dentro de ti. No entrarás en Cristo si no dejas que Cristo entre en ti. Y esa puerta, la del corazón, por la que ha de entrar la palabra de Dios, la vida que Dios te ofrece, esa puerta la abre sólo el amor de Dios.
Una puerta que lleva al misterio de Dios y de la Iglesia:
“«La puerta de la fe», que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros” .
Si me preguntas por qué de esa puerta se dice que está siempre abierta, te diré que la razón es el amor, pues fue abierta por el amor de Dios y siempre ama el que la abrió para nosotros.
No olvides ese amor, pues si da razón de un siempre, en relación a la puerta que Dios abrió para ti, también da razón del misterio al que se accede por ella, pues sólo el amor de Dios hace posible que entres por la fe en la vida de comunión con Dios: sólo Dios da acceso a Dios.
Más allá de la puerta de la fe no está la “Divinidad lejana, inaccesible, cuya realidad se impone a la inteligencia” del creyente; no está “esa Divinidad que el hombre entrevé a duras penas a través del universo y de la que él pretende decir algo con su lenguaje balbuciente”; no está “esa Divinidad silenciosa de la que, en el mejor de los casos, hemos de decir que el hombre no la concibe sino desde fuera y sin hallar ningún medio de ponerse en contacto con ella”. Más allá de esa puerta no está una Divinidad sin nombre, una deidad oscura, un algo que sería muy semejante a una nada.
Más allá de esa puerta está “el ser íntimo de Dios”, está la comunión que es Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Más allá de las palabras de tu credo, está el conocimiento de Dios. “Profesar la fe en la Trinidad equivale a creer en un solo Dios que es Amor: el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor” .
“Los hombres, si no le rehúsan la fe, y si dejan que él los impregne, no dejarán nunca de maravillarse ante este misterio entreabierto” . Para ti, que crees, más allá de tu credo está “la fonte que mana y corre, aunque es de noche” ; al otro lado de la confesión de tu fe está tu Dios, pues la puerta de la fe “introduce en la vida de comunión con él”.
Entra y admira, no tanto lo que ves fuera de ti, cuanto lo que se te ha concedido ser, pues eres por gracia hijo del Padre, cuerpo del Hijo, templo del Espíritu.
Entra y admira lo que el amor de Dios ha hecho de ti, “pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo, no de carne, sino del agua y del Espíritu Santo, son hechos por fin una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, que antes era «no pueblo», y ahora es «pueblo de Dios»” .
Si entras en el misterio de Dios, te hallas con la belleza de tu propio misterio, el de la Iglesia, que “tiene por cabeza a Cristo”, el del pueblo de Dios, que “tiene como propia condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo” .
Si entras en la intimidad de Dios, te sumerges en la comunión de la que has de ser sacramento, en la unidad que has de imitar, en la paz que has de acoger, en el amor que te ha de configurar.
De modo semejante a Cristo, tu cabeza, que es de Dios y del hombre, del cielo y de la tierra, tú eres de la tierra y del cielo, del hombre y de Dios. “No pudo Dios hacer a los hombres un don mayor que el de darles por cabeza al que es su Palabra, por quien ha fundado todas las cosas, uniéndolos a él como miembros suyos, de forma que él es Hijo de Dios e Hijo del hombre al mismo tiempo, Dios uno con el Padre y hombre con el hombre, y así, cuando nos dirigimos a Dios con súplicas, no establecemos separación con el Hijo, y cuando es el cuerpo del Hijo quien ora, no se separa de su cabeza, y el mismo salvador del cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es el que ora por nosotros, ora en nosotros y es invocado por nosotros. Ora por nosotros como sacerdote nuestro, ora en nosotros por ser nuestra cabeza, es invocado por nosotros como Dios nuestro” .
Atravesar la puerta de la fe “supone emprender un camino que dura toda la vida” , un camino que lleva a Dios como misterio de comunión, y que lleva a la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de la comunión trinitaria . Este camino, por ser de fe, termina con la muerte.
Más allá de la muerte ya sólo se camina en el amor.
Una puerta que da acceso al corazón del creyente:
Así como hay una puerta de la fe que lleva a Dios y a la Iglesia, hay una puerta del corazón que Dios abre para que el hombre acoja la palabra de la predicación .
Con la palabra de la predicación, entra en el corazón la gracia de Dios, su vida, su paz, su justicia, su salvación.
Muchos son los nombres que podemos usar para identificar lo que recibimos; pero tú sabes que, donde decimos palabra, gracia, vida, paz, justicia o salvación, en realidad estamos diciendo Dios: El Padre que nos ama, el Hijo que nos redime, el Espíritu que nos santifica.
Hay una puerta de la fe que lleva a Dios; hay una puerta del corazón por la que Dios entra. Creemos para entrar en Dios; creemos para que Dios entre en nosotros. El Credo, que es confesión de la Trinidad Santísima y nos dice en quién entramos por la fe, nos dice también quién entra en nosotros si acogemos la palabra de la predicación.
La gloria del cielo se te ofrece en la humildad de la predicación, el esplendor de Dios se te revela en la oscuridad del lenguaje humano, la palabra que reconoces pobre te llega rica de Dios. La pobreza es el vestido necesario para que Dios pueda entrar en el corazón del hombre sin anular su libertad.
Entrará Dios en ti si su gracia te abre el corazón para que acojas en él su palabra, sus sacramentos, a sus pobres.
La puerta del corazón por la que Dios accede a tu intimidad, esa puerta, si no la cierra la soberbia del pecado, no se cerrará con la muerte, pues, en aquella hora, la fe habrá entregado la llave de tu vida a la eternidad del amor.
La caridad nos urge:
La gracia que abre al hombre la puerta de la fe, tiene su fuente en el misterio del amor infinito de Dios.
La soberbia con que el hombre la puede cerrar, ahonda su raíz en el misterio del pecado.
Al darnos a su Hijo, Dios nos ha dado un pozo de agua viva, y a nuestro lado caminan tantos hermanos sedientos que, si tú no los llevas de la mano, no se acercarán a él para beber. Dios nos ha dado un pan de vida eterna, y son innumerables los hambrientos que todavía no lo buscan para comer. Dios ha dispuesto para todos la mesa de su Reino, y son muchos los invitados que ignoran, olvidan o desprecian la divina invitación.
Nos apremia el Amor que no es conocido. Nos apremia la pasión por quienes aún no han conocido a Cristo Jesús. Nuestra vida se vuelve “al Amor que no es amado”, y a los hombres que se mueren hambrientos de amor.
Y el corazón intuye que, para hacer de Cristo el centro de la vida de nuestros hermanos, hemos de poner a los hermanos en el centro de nuestra vida.
Una barrera que parece infranqueable:
Lo dice la memoria de cada creyente, lo dice la historia de la salvación: Sólo los pobres, los que ahora tienen hambre, los que ahora lloran, los sufridos, los que buscan justicia, los que ofrecen misericordia, los siervos de la paz, sólo ellos entran por la puerta de la fe.
Pobre era María de Nazaret, la mujer que gestaba esperanzas en su corazón antes de gestar en el seno al Hijo de Dios.
Pobres eran los pastores que en la noche de Belén vigilaban su rebaño, pues, dejado lo que tienen, se ponen en camino para ver lo que ha sucedido, lo que el Señor les ha comunicado: dejan lo que apacientan y se ponen a correr tras un sueño.
Pobre era el piadoso Simeón, que aguardaba el consuelo de Israel.
Sólo un corazón de pobre se atreve con la locura de la fe: Te lo dicen los ciegos que añoraban ver, los leprosos que pedían ser limpiados, los enfermos que anhelaban la salud, los pecadores que se acogían a la compasión de Dios, los hijos perdidos que, hambrientos, soñaban el pan de la casa, y que, arrojados a la soledad, no podían soñar el abrazo de un padre que los esperaba. Te lo dice Zaqueo, el publicano que, como un niño, sube al sicomoro sólo para ver a Jesús. Te lo dice el malhechor que, crucificado por sus crímenes, pide un lugar en la memoria de un Crucificado inocente. Sólo ellos, los pobres, entran por la puerta de la fe.
El drama de nuestro mundo es que se ha llenado de ricos.
Los había también en tiempos de Jesús de Nazaret.
El fariseo de la parábola que Jesús dijo “a algunos que se consideraban justos y despreciaban a los demás” , representa al rico que lo es porque confía en sí mismo, en su coherencia, en sus obras. Las palabras de su oración son un elenco de títulos que lo acreditan como acreedor de Dios: “No soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo” .
Para este hombre, para estos ricos, quedarían vacías de sentido las palabras de la revelación más sublime: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” . Para estos ricos, se ha hecho despreciable el don de Dios.
Se pudiera pensar que, pese a todo, esos ricos aún creen en Dios, pero la realidad es que en su oración hablan a un dios que no existe: se dirigen a un ídolo, a un frío y mecánico administrador de recompensas.
Junto al que es rico porque confía en sí mismo, hallarás en el evangelio al que lo es porque confía en los bienes acumulados: “¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha… Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente” .
En los cálculos de este hombre –Jesús lo llamó necio-, en los proyectos de este rico, no hay lugar para el misterio, no hay lugar para la esperanza, no hay lugar para el amor, no hay lugar para el Otro, no hay lugar para Dios.
Que la riqueza represente una barrera entre el hombre y Dios, lo da a entender el Señor, cuando dice: “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón” ; y a continuación añade: “Nadie puede servir a dos señores, porque despreciará a uno y amará al otro, o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero” .
Que esa barrera sea infranqueable, nos lo hace temer el Señor, cuando dice: “En verdad os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: más fácil es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos” . Los discípulos entendieron la dureza del dicho y se espantaron: “Entonces, ¿quién puede salvarse?” . Para siempre y para todos son las palabras de Jesús: “Jesús se les quedó mirando y les dijo: _ «Es imposible para los hombres, pero Dios todo lo puede»” .
Tu corazón de creyente intuye que la riqueza, viejo dios de poder oscuro, se ha adueñado de nuestro mundo y, como si de una fiesta se tratase, a todos nos ha llevado a su gran almacén sin esperanza, a su parque de atracciones sin libertad, a su paraíso sin amor.
Tu corazón de pecadora perdonada, de esposa embellecida, de Iglesia amada, intuye que el mensaje de la fe, el evangelio de la gracia que has de anunciar, lo has de ofrecer a un mundo de siervos del dinero, a hombres y mujeres satisfechos, que nada desean si no es consumir, distraerse y almacenar, a ricos domesticados, a pobres ricos asentados en un mundo sin horizontes, adaptados a un hábitat sin esperanza, satisfechos de peregrinar solos en un mundo sin hermanos y sin Dios.
Una barrera que hemos de franquear:
El mandato que hemos recibido del Señor, no quedó condicionado a dificultades ni barreras: “Id y haced discípulos a todos los pueblos” . Nos envía el Resucitado, a quien se ha dado todo poder en el cielo y en la tierra , y nos promete que estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo .
Nos pone en camino la palabra del Señor; nos urge el amor de Dios: amor a Dios, amor a los hermanos.
En cada tiempo, en cada lugar, la comunidad eclesial ha de discernir el lenguaje apropiado para franquear la barrera de la autosuficiencia humana. El amor nos apremia a avivar las lenguas de fuego que el Espíritu de Dios encendió desde el principio sobre los hijos de la Iglesia: El fuego del Espíritu contra la autosuficiencia de la carne.
Llevamos el misterio de Dios en las vasijas de barro de nuestra vida y en las palabras humildes de nuestro Credo, y hemos de buscar caminos para que a todos se revele el misterio y todos confiesen la fe.
El camino de la humildad:
No tenemos otro para acercarnos a Dios, ni hay otro para llegar al corazón de los hombres nuestros hermanos.
Nadie piense que está ya en ese camino, o que se puede entrar en él con palabras fingidas, o que se puede llegar a ser de la humildad por voluntad humana, pues es tan de Dios esta disposición del corazón, como lo pueda ser la condición de hijos adoptivos de Dios a la que hemos sido llamados, y es gracia ésta tan inmerecida como lo pueda ser el conocimiento que Dios nos ha dado de su verdad.
Para que tu vida reciba la forma de la humildad, será necesario que recuerdes siempre la grandeza de tu Dios, la gloria de su nombre, lo insondable de su ser. Sólo la humildad tiene voz para hablar de Dios sin ofenderle, sólo ella puede hablar con Dios sin profanar su santidad.
Para que tu vida reciba la forma de la humildad, será necesario que te conozcas, que sepas y recuerdes quién eres, dónde te han encontrado, quién se ha apiadado de ti, de dónde te han hecho salir, a dónde te han llevado. La comunidad a la que perteneces, la Iglesia de Dios, es una comunidad de esclavos que han sido liberados, de pecadores que han sido perdonados, de pobres que han sido enriquecidos, de leprosos que han sido limpiados, de ciegos que han sido iluminados, de muertos que han sido resucitados a una vida nueva en Cristo Jesús. Porque Dios se ha fijado en la pequeñez de su esclava, a ti, como a María de Nazaret, te ha sacado de la tierra de tu humillación y te ha llevado a la tierra de la humildad, tierra de alegría y de alabanza.
La alegría y la alabanza serán la primera predicación del evangelio que se nos ha confiado para anunciarlo a los pobres.
El camino de la encarnación:
El camino de nuestra pequeñez, camino de humildad, por el que entró la Palabra eterna de Dios al hacerse hombre, el apóstol Pablo lo describió como anonadamiento del Mesías Jesús, “el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contario, se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres” .
Ese mismo camino, el evangelista Juan lo describirá como encarnación: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” .
Tampoco en este camino se puede entrar si no es por gracia, por comunión con Cristo Jesús. Nadie lo recorrerá si no lo mueve el Espíritu de Dios, si no lo apremia el amor a Dios y el amor a los pobres.
Por el camino de la encarnación, se va a Dios mientras se va hacia el hombre, tanto más nos acercamos a Dios cuanto más nos acercamos al hombre, nos hacemos más de Dios cuanto su gracia nos hace más del hombre.
No es difícil caer en la cuenta de que ese camino se hace bajando, despojándose uno de sí mismo, acercándose al que no tiene, acercándose al otro como quien sirve, como el que obedece, como el que lo da todo, hasta la entrega de la propia vida.
Ese camino de encarnación, que recorrió delante de ti el Mesías Jesús, es el que estamos llamados a recorrer con él quienes formamos la Iglesia, que es su cuerpo místico: Un solo cuerpo. El mismo camino. Los mismos sentimientos en Cristo y en nosotros.
Advertimos el misterio insondable: nunca alcanzaremos esa meta que, por otra parte, siempre hemos de perseguir. La fe que te consuela, pues ya te hace de Cristo, al mismo tiempo te hiere, pues te hace ver que aún estás lejos de él.
A la dificultad del misterio que te sobrepasa, hemos de añadir las que lleva consigo la desapropiación de uno mismo, la obediencia al mandato del Señor, nuestra vocación de servicio…
Pero no hemos advertido todavía dónde está la dificultad más sutil, la barrera más personal y más alta que se puede levantar en nuestro camino hacia los pobres. El hecho de que bajes hasta ellos, a sus ojos, puede que también a los tuyos, te hace superior a ellos, y eso les ofende. El hecho de que les ofrezcas un pan, les impone recibir de ti lo que tendrían derecho a tener sin ti, y eso les ofende. La misma encarnación del Hijo de Dios hubiera sido una ofensa para los pobres si, a salvarlos, aquel Hijo hubiese venido como rico y no como uno más entre los necesitados de salvación. Todo, incluso la encarnación, necesita del amor para no ser ofensivo. El amor acorta tu camino hacia el otro, hace de ti su siervo, hace de él tu señor. Y sólo el amor, tu amor, acortará el camino del otro hacia ti, de modo que los pobres te perdonen por el pan que les has dado .
El camino del hombre:
A la luz de la fe, para que el hombre pudiera acceder al misterio de Dios, Dios ha venido al misterio del hombre: “El Verbo de Dios se hizo hombre y el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre para que el hombre, unido íntimamente al Verbo de Dios, se hiciera hijo de Dios por adopción” . Dios ha querido hacer del hombre su destino, para que el hombre pudiese tener como destino a Dios.
Si leemos el evangelio con la sencillez de la fe, encontraremos que el hombre, el pobre, ocupa un lugar privilegiado en el corazón de Dios. Verás que el centro de esa increíble historia de amor lo ocupa el Hijo de Dios; pero observarás también que el nacimiento de ese Hijo fue anunciado como buena noticia para los pastores, como alegría para todo el pueblo. Tú sabes que su presencia fue vista como luz para las naciones, como gloria para Israel, y que su vida fue entendida como un evangelio para los pobres, pues el Espíritu de Dios, que lo ungió, lo envió a llevar a los pobres la buena noticia: a los cautivos, la libertad; a los ciegos, la vista; a los pecadores, la gracia; a los muertos, la vida.
El Hijo de Dios, de quien decimos con verdad que es el centro de la Historia, el centro del evangelio, más aún, que es el evangelio, ha entrado en el camino del hombre, se ha encarnado para el hombre, ha salido en busca del hombre, se ha hecho siervo del hombre.
El hombre es también nuestro camino: Para el hombre hemos sido ungidos; al hombre hemos sido enviados; de los pobres es el tesoro que llevamos en el barro de nuestras vidas.
Enamorada de sí misma, la razón se ahogó en el estanque de la nada. No vio que la vida estaba fuera del estanque, lejos de ese reflejo engañoso de la propia imagen; no vio que la vida estaba en el otro, en los otros.
El gran ausente de la reflexión filosófica de la posmodernidad, de las teorías económicas, de los proyectos políticos, es el otro, los otros, el hombre, los pobres. Pero ellos son los que llenan con su presencia las páginas del evangelio, los artículos del credo, y, si no queremos traicionar evangelio y credo, el hombre, los pobres, han de ser el camino del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
De vuelta, con los pobres, al corazón de Dios:
Si por medio de su Hijo, por medio de la Iglesia, por medio de nosotros, Dios abre a los pobres la puerta de la fe, él es quien, por medio de su Hijo, por medio de los pobres, nos abre a todos la puerta de su intimidad, la de su corazón, la de su gloria, la de de su ser.
Un día verás –hoy lo sabe tu fe- que, en los pobres, hablabas con Cristo, amabas a Cristo, honrabas a Cristo. Y aquel día experimentarás –hoy ya lo sabe tu fe- que, en los pobres, Cristo hablaba contigo, te amaba a ti, te honraba a ti, y que el cielo no será otra cosa que hablarse cara a cara, amarse sin velos, honrarse mutuamente con una dicha sin fin.
Entonces será la bienaventuranza. Ahora son las bienaventuranzas. Aquélla es cosa del cielo y de los santos; éstas son cosa de la tierra y de los pobres. Un Año de la fe puede que sirva, espero que sirva, pido que sirva, a que las bienaventuranzas lleguen a ser nuestra forma de vida.
CONCLUSIÓN:
Queridos: La caridad nos urge a que entremos por los caminos de la humildad, de la encarnación, del hombre, para que a todos pueda llegar el evangelio que nos ha sido confiado, para que todos lleguen a conocer a Cristo Jesús, para que todos sientan a Cristo tan cercano a sus vidas como pueda estarlo de ellas nuestra voz y nuestras manos.
La caridad nos urge a la conversión, a adentrarnos en el misterio de Dios, a conocer, como experiencia de salvación, el Credo, los artículos de la fe de la Iglesia.
Si alguien, Iglesia de Cristo, te pregunta a dónde vas, tú señala a los pobres. Y si te preguntan por qué los buscas, tú señala a tu Señor, al que va contigo porque te ama, al que te envía a ellos porque los ama.
El Espíritu del Señor te ha ungido y te ha enviado a evangelizarlos: Los pobres son la tierra del evangelio.
Tánger, 4 de octubre de 2012.
Fiesta de San Francisco de Asís.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo Martínez
Arzobispo de Tánger.