NO ME ESPERA NADIE

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De dioses y hombres (2010), la maravillosa película de Xavier Beauvois que rememora los terribles acontecimientos vividos por una comunidad trapense en Argelia, tiene una escena particularmente emocionante e intensa. Es aquella en la que cada monje va expresando su disposición, bien a quedarse en el monasterio y entregar la vida; bien a intentar escapar y, por consiguiente, salvarse. Como digo, son unos minutos verdaderamente cargados de emoción. Hay, sin embargo, una recreación en la respuesta de un monje que resulta, cuando menos, paradójica. Afirma: “yo me quedo, no me espera nadie…”.

Y curiosamente ese “no me espera nadie” es un contravalor para entregar la vida. No hay nada más descorazonador y vacío que el tener conciencia de que nadie te espera; para nadie eres; con nadie cuentas. Si hago referencia a él es porque, desgraciadamente, está presente en la vida y no solo en el cine. Hay personas, a las que únicamente les pedimos que no hagan ruido. Y, por supuesto, no se les propicia que alguien las espere, las encerramos o parapetamos en un envoltorio piadoso de soledad sin sentido o conexión con la misión. Lo que viene a ser el adelanto del final de la vida, con la agravante de ser consciente de que esa vida no tiene fin alguno.

A mi modo de ver, se trata de una de las carencias más graves del liderazgo que, sin embargo, tiene como tarea prioritaria mantener la conexión de cada consagrado con la misión y su inspiración. No reside el carisma en las instituciones o inmuebles, sino en las personas; no se salva la misión y coherencia de una familia carismática con el uso de buenas palabras, sino con acciones sensibles y concretas que cada persona recibe como propias. Podemos, efectivamente, emplearnos a fondo con “palabras mantra” muy sinodales, comunitarias, fraternas y bien sonoras… pero, si no trabajamos la conexión con la raíz humana y la reconciliación real con el rostro de nuestros carismas –las personas–, seguiremos experimentando la enorme distancia entre el deseo y la vida; la verdad y la voluntad… o, la vida y la muerte.

La vida consagrada no se alimenta de personas a quienes nadie espera. Cuando experimentamos esto o, incluso, lo fomentamos, estamos poniendo una fecha de caducidad muy próxima. Y aquí tenemos un reto de reconstrucción para la vida real. Devolver a cada persona, en su edad e historia, sentido y conexión con la vida; sentido de misión; participación en la acción sanadora del Espíritu. No podemos mirar para otro lado sosteniendo espacios comunitarios sin comunión o inadecuado reparto de responsabilidades; no debemos alejar a las personas de sus vínculos con la vida solo porque no se adecuan a nuestra visión o programa; no somos libres para organizar a nuestro antojo la vida de las personas, porque eso no es gobierno, es abuso.

Una congregación está viva cuando somos capaces de crear espacios en los que a todos sus miembros se los espera. Se sienten libres y necesarios, y, lo que es mejor, aprenden con madurez a situarse en los terrenos de misión por los que pueden moverse; a mayor o menor velocidad; con más o menos riesgo… Espacios maduros donde aprendamos a crecer, envejecer y reconocernos, porque primará siempre el discernimiento en el que juntos descubriremos lo que Dios quiere, y puede hacer con nosotros.

El liderazgo es necesario cuando cuida el ambiente en el que todos se saben esperados. Celebra que la vida de sus hermanos o hermanas está llena de iniciativas y ganas. Disfruta con la participación, diálogo y contraste. Entiende que su misión privilegiada es callar, orar y cuidar. Se identifica con un “migrante” o “expropiado”, porque todo lo espera. No descansa hasta que la congregación sea un lugar de “todos, todos, todos”. Tiene muy presente que solo se puede servir liderando, si antes se ha reconocido libre obedeciendo. Cada día, se pregunta ante cada hermano o hermana, “qué más puedo hacer por ti”. Gasta su tiempo, sobre todo, con aquellos y aquellas que sienten que nadie los espera. Se sabe al servicio del carisma y no su inventor. Tiene fe. Y, puestos a soñar, cuando integra que es más necesario dar un abrazo que enviar un WhatsApp.