La esclerosis del corazón (kardioporosis), evoca una vieja película de Michael Haneke, titulada Funny games que causó desazón en muchos críticos y que yo calificaría de inmoralidad ficción: dos chavales se dedican a hacer sufrir a diversas gentes, no para robar u obtener algún beneficio sino solo por juego y por el placer de verlos sufrir. La cantidad de dolor gratuito que llegan a causar agobia al espectador que, seguramente, acabará diciendo: los hombres no somos tan malos.
Los hombres no somos tan malos; no obramos mal por el placer del mal sino para obtener algún bien: en una escena de esa película, el padre de familia dice a los jóvenes: “cojan dinero y todo lo que quieran y váyanse”. Pero ellos rechazan esa oferta porque lo que buscan no es dinero sino hacer daño. Algo de eso es lo que provoca el rechazo indignado del espectador. Recuerdo que, cuando salió la película, algunos críticos se preguntaron cómo alguien tan pacífico y sereno como dicen que era M. Haneke, pudo filmar aquella barbaridad.
Los hombres no somos tan malvados, pero podemos llegar a causar la misma inmensidad de daño que aquel par de muchachos. Hoy en día, millones de personas soportan dolores atroces, como los personajes de la película. Y no parece que nosotros reaccionemos ante ese dolor tan real, como reaccionamos ante aquel dolor fingido.
Y la razón es sencilla: ese dolor tan real y tan frecuente no lo causan personajes concretos, con rostro y nombre; sino un sistema anónimo. O mejor: lo causa una serie de personas a través de ese sistema. Pero esos causantes están lejos y pueden no enterarse (o fingir que no se enteran) ni presenciar el dolor que causan ni regodearse con él. Nombres como Trump o Bolsonaro podrían sustituir a los protagonistas de la película citada, aunque ni de lejos sean tan malvados como ellos: simplemente, tienen otro objetivo. Y pueden alegar que “no sabían”, que son “daños colaterales”, o que sus víctimas no son personas inocentes sino verdaderos malvados dignos de castigo.
La causa verdadera de esos dolores es un sistema anónimo. Y lo que no puede tolerar la vida religiosa es nuestra indiferencia ante ese sistema, solo porque a lo mejor a nosotros nos va bien en él. En el fondo está aquí la lección perenne de san Ignacio: de la riqueza al autoencumbramiento y de ahí a toda clase de maldad.