Aquella mujer, la pecadora, podría decir hoy con la Iglesia las palabras del salmo: “Escúchame, Señor, que te llamo. Tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación”. Y nosotros, con aquella pecadora, podríamos haber entrado en la sala del banquete del fariseo Simón para derrochar lágrimas y perfume a los pies de nuestro Salvador Cristo Jesús.
Hoy, para la mujer y para la Iglesia, nuestro Dios tiene nombre de perdón, pues ella y nosotros –también el rey David que despreció la palabra del Señor-, reconocemos haber pecado, confesamos nuestra culpa, y confesamos que Dios, por su inmensa compasión, nos ha visitado con su misericordia.
A la mujer y a nosotros, el perdón se nos ha concedido en Cristo Jesús. Por eso acudimos a él, nos colocamos detrás de él, junto a sus pies, y dejamos que el corazón derroche con él lágrimas y perfume, amor y agradecimiento, y que todo el ser, cuerpo y alma, exprese lo que todo el ser ha experimentado, la gracia que todo el ser ha recibido.
La pecadora perdonada, lo mismo que la Iglesia que recibe a Jesús en la propia intimidad, le ofrece hospitalidad humana, gozosa, respetuosa, generosa y agradecida, expresiones de ternura que sólo de la fe pueden nacer, pues sólo ella sabe y confiesa que, si de ese modo recibe a Jesús, es porque ha sido antes recibida por Jesús con delicadeza y generosidad propias de la hospitalidad divina.
No temas, Iglesia amada del Señor, no temas ocupar tu lugar, no renuncies a la verdad de tu vida: mujer y pecadora.
Lo eres. Lo sabe la gente en la ciudad, lo sabe el fariseo que rogaba a Jesús para que fuese a comer con él, lo sabe Jesús, y lo sabes tú también.
Lo que nadie sabe, si no es tu Señor y tú misma, es lo que llevas en el corazón, lo que has vivido en tu intimidad, nadie conoce tu secreto, lo que da razón de tus lágrimas, de tus cabellos sueltos y de esa unción con la que perfumas los pies de Jesús, lo que da razón de tu domingo, de tu eucaristía y de tu fiesta. Sólo tú sabes lo que has recibido de Cristo Jesús, sólo tú sabes por qué amas tanto a Cristo Jesús.
Hoy, en la celebración eucarística, volverás a oír palabras que recuerdan la gracia que viene a ti desde Dios: “Tomad y comed, porque esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros… Esta copa es la nueva alianza en mi Sangre: Tomad y bebed”. Tú sabes que el perdón por ti recibido tiene que ver con ese Cuerpo por ti entregado, con esa Sangre derramada para una alianza contigo. Tú no recibes sólo el perdón: recibes también al que te perdona, y a él ofreces el humilde obsequio de tu hospitalidad.
Deja que el fariseo murmure y se escandalice. A ti, mujer y pecadora, se te ha concedido el perdón, el amor y la fiesta, un derroche de gozo, de lágrimas y de perfume.