El arte del consuelo, unirte a la pregunta del que sufre…
Digamos que se llama Ana. Con ella he tenido una buena relación desde la infancia. En otra edad, muy diferente, coincidimos en aquellos maravillosos años universitarios de Salamanca. Ana acabó brillantemente medicina y pronto pudo ejercer profesionalmente su vocación. Años más tarde se enamoró y cuando estaba todo preparado para darle forma a esa unión para siempre, un accidente truncó su ilusión porque su novio falleció. Días, meses y años de angustia y silencio… Una dedicación profesional coherente, con una vida internamente destrozada. En esa larga temporada volvimos a encontrarnos. Diálogos frecuentes, acompañamiento humano que por serlo, fue espiritual. Eucaristías, tiempos de oración y, por mi parte, la consabida consigna: “tienes que salir adelante”, el valor de la vida no se trunca por esta experiencia de dolor” y “forma parte de la vida integrar la ruptura y el volver a empezar…”.
Pasan los años y Ana continúa aprendiendo a vivir, a serenar el dolor y situar la esperanza en las pequeñas cosas y el cada día. Yo, por mi parte, prosigo mi vida frenética de misión. Convocatorias, encuentros y celebraciones en los cuales, entre jóvenes, agradecemos la vida y el sin fin de posibilidades que con ella vienen. En una de ellas, recibo una llamada telefónica: “tu madre está ingresada en el hospital”. No hay más explicaciones. En esos casos, algo te dice que cuando no se explica nada, en verdad, está todo explicado. El asunto no es sencillo. Y envuelto en silencio y en oración que hoy descubro monólogo, emprendo un largo viaje para encontrarme con la dureza de la vida. Pasadas las horas llego al hospital, se despejan dudas y puedo besar a mi madre. No resta incertidumbre, pero un beso siempre es un consuelo de eternidad. Deambulo por los pasillos anónimos del centro sanitario –siempre lo parecen, aunque no lo sean– y espero, sin paciencia, que aparezca un médico para informar. Por fin me llaman, entro en una sala blanca, donde el miedo me lleva a esperar los augurios más negros. Y aparece el médico, ¡qué casualidad! Es Ana. Sonriente, relajada y cariñosa. Es la Ana de siempre, la que yo tantas veces escuché, serené y traté de consolar… Me brotan las preguntas a borbotones sin esperar respuesta, las noticias que me va dando son buenas, pero ante mi insistencia y ansiedad, me dice: “¿te das cuenta cómo cambian las cosas dependiendo de dónde te sientes en la mesa…?”. Me quedo en silencio y lo pienso.
Creo que aprendí a ser religioso cuando descubrí que el consuelo que podía ofrecer era el que vivía. Cuando integré en la existencia dolor y amor a partes iguales. Cuando llegué a aprender que nada de lo vivido por mis hermanos me era ajeno o distante. Cuando palpé que las respuestas encasilladas o el deber ser o lo políticamente correcto no debe sustentar la misión. O cuando entendí, por ejemplo, que en las situaciones difíciles, algunas sin esperanza, también está la misión, el anuncio y el Reino.
Es indudable que, desde siempre, esto ha formado parte de lo más original de la vida religiosa. En realidad, el nacimiento de cada familia religiosa hay que situarlo en un acontecimiento físico, concreto y crucial, donde la esperanza se había evaporado. Enfermos del alma o del cuerpo; enfermos consecuencia del egoísmo social; enfermos porque carecen de una palabra de amor, consuelo o crecimiento; enfermos por ser ancianos o niños; enfermos por estar solos o por vivir un deterioro progresivo en el cuerpo o en la mente… Siempre la enfermedad, no para ser vista enfrente, sino para ser sentida íntimamente es un rasgo en el cual el Espíritu muestra su riqueza y consuelo fundando una familia religiosa. Porque la presencia de la vida religiosa en las realidades de dolor no es sino la expresión de su identidad. Se hace así posible la gran urgencia de su misión que no es otra que ser la voz de quien sufre y sólo abrir la boca en favor del mudo y en defensa de todos los desamparados (Prov 31, 8).
En nuestro número sería imposible recoger el testimonio y la palabra de todas las congregaciones, órdenes o institutos que llevan en el sello de identidad el abrazo del dolor. Hemos seleccionado algunos textos de hermanos y hermanas que viven esta opción. Reconocemos así, por una parte, el sitio de la vida religiosa en un contexto social de «perfectos» donde se oculta o disimula a quien no lo es y, por otro, forzamos la tensión creativa de todas las órdenes y congregaciones para abrir y trasladar o reponer presencias; para cambiar el discurso o, más concretamente, cambiar de posición “en la mesa”; de acompañantes a acompañados. Porque solo desde la propia necesidad experiementada, vivida y orada, puede brotar un acompañamiento terapéutico, sanador y espiritual para este tiempo. Sentimos cómo el rasgo terapéutico por excelencia de la vida consagrada en el sufrimiento, es compartir el sufrir. El consuelo de padecer con, tiene una fuerza que las respuestas preconcebidas no son capaces de soñar.
El Papa Francisco, en estos meses de pontificado ha reiterado una y otra vez la necesidad de vivir aquello que proponemos; incluso más, vivir con aquellos a quienes queremos servir. Recientemente en una entrevista (no exenta de polémica entre los «entusiastas sin importar qué diga» y los que prefieren que las cosas se sobrevuelen y no se analicen) afirmaba: “Veo con claridad (…) que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto. Curar heridas, curar heridas… Y hay que comenzar por lo más elemental”.
Seguramente nadie como la vida religiosa puede “recoger el guante” de ser hospital de campaña. Liberados de ataduras que imposibilitan la atención que requiere el rostro del dolor, nadie como quienes profesan aquel “para toda la vida” puede hacerse presente “como cabalgadura ágil” en las vidas de los nuevos crucificados.
Esa impronta de libertad, estimamos, es la que puede desatar la sensación de encadenamiento que buena parte de las familias religiosas experimentan a la hora de analizar el peso institucional adquirido durante años. Un hospital tienda de campaña que sintetice todas las presencias, palabras y acciones en un verbo: “curar heridas”. Porque son muchas, variadas y con rostro distinto las heridas de la persona del siglo XXI.
El primer paso para que llegue el reconocimiento de la primacía de Dios y así atender, vendar y curar las heridas que el trayecto de la vida va dejando en nuestros contemporáneos, es transformar nuestras estructuras complejas de antaño, en presencias ágiles que se muevan al ritmo de los profundos cambios sociales. Seguramente deberemos insistirnos que no podemos ofrecer curación como sanos, sino como enfermos. La solidaridad en la experiencia fatigosa de la existencia purifica la fe y sitúa la esperanza. Sólo encarnaremos palabras y gestos que convenzan y ayuden, sencillamente porque los vivimos. La misión samaritana de los religiosos hunde las raíces en la espiritualidad. Llenar toda la jornada de una oración necesitada, a veces desgarrada, da a nuestras palabras aquella honestidad que tienen en la vida del profeta. El paso desde la petición a Dios, al reconocimiento de su presencia en todos los acontecimientos por difíciles que sean, es el acompañamiento que los religiosos tenemos que ofrecer, como compañeros de camino, a todos los necesitados; ya estén en el borde del camino; en las afueras o en el centro de nuestras ciudades; en los hospitales que regentamos o visitamos; en las pateras que ignoramos o en los albergues a donde los remitimos en masa. El brillo de nuestra consagración reside, justamente, en el reconocimiento de los rechazados por el mundo, quienes ante Dios tienen un nombre escrito con amor desde los inicios de su existencia.
Ser hospital de campaña, no requiere mucha sofisticación en la apariencia, pero sí mucha humanidad en el fondo. Curar heridas para el hombre y la mujer contemporánea significa, muchas veces, encontrar alguien que con humildad esté dispuesto a perder su tiempo, ecuche otra verdad, entienda otros modos de leer la vida porque se ha empleado a fondo en el amor y, sobre todo, que no regale recetas preconcebidas o anacrónicas. Solo y, nada menos, lo que se pide es compañeros de camino, “bálsamo de consuelo y vino de esperanza” que nazcan de vivir lo mismo.
Descubrimos en este siglo que ni las soluciones pueden ser para todos igual, ni mucho menos, podemos ofrecerlas desde la distancia. Muchos documentos capitulares son maravillosos en sus propósitos, las realizaciones, no obstante, se encuentran en una incoherencia que difícilmente puede salvarse. Porque no se acaban de hacer vida o porque la inercia lleva a reiterar propuestas que sirvieron, pero hoy no son legibles por quienes están enfermos. La curación que viene de Dios necesita el calor del latido próximo; la palabra hecha vida; la mano que ofrece apoyo. No existe transformación ni cambio, cuando no se dan propuestas desde la cercanía. A los religiosos no nos consuela, no puede consolarnos el slacktivismo, algo así como la compasión virtual. Un golpe de click para erigirme en portavoz de una causa noble. Es el amor sin rostro y sin compromiso; es el amor sin consagración. Algo imposible porque ésta necesita empaparse del sudor de todos los males. Esta es la cercanía y proximidad que reivindica Francisco y lo hace sencillamente porque es el modelo del Señor Jesús: se acercó, se conmovió, acarició, agarró, levantó y… curó.
Quienes vivimos enamorados de la causa del Reino más real y sin cortapisa, como es el seguimiento en totalidad, permanencia y gratuidad, no podemos gustar otro rasgo de misión sino la cercanía. Desde ella, sentimos cómo la vida religiosa tiene garantizado su presente y su futuro porque, forma parte del ser humano experimentar la necesidad; y de la vida religiosa ser la respuesta esperanzada de Dios ante el dolor.