MONOGRÁFICO 1, 2014

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La escuela de la vida y la vida de la escuela (Editorial)

Juan y Dolores son personas de edad elevada. Han superado los 70 ya hace unos años. Han estado durante toda su vida en la escuela. Son religiosos de congregaciones que entre sus acentos de misión tienen la presencia en la educación. Nuestros nombres son figurados. Seguro que los dos se ven reflejados en estas páginas. Seguro que, como ellos, otros muchos han saboreado y saborean enseñar y aprender al estilo de Jesús.

Han estado con muchas generaciones. Se han ido haciendo y han aprendido a ser testigos de una verdad que, poco a poco, los ha poseído. Juan ha trabajado por colegios en el sur de España, Dolores en el norte. Uno y otra, no se conocen y, sin embargo, sorprende la convicción inequívoca de que una vida al servicio de la evangelización en el aula llena, da sentido y conforta la existencia. A la vez nos muestran la seguridad de que tanto ayer, cuando todo parecía más confesional y hoy, cuando algunos sienten que todo queda diluido, lo que ofrece la vida religiosa en la escuela es evangelización.

Dolores ha tenido responsabilidad de gobierno en su congregación. Todavía ahora, «tensando la cuerda» – dice ella -, le han pedido que sea la animadora de su comunidad. Es de las mujeres directas que, sin medias verdades, tiene claro que su tiempo ha pasado, que ahora lo suyo es cooperar y no dirigir. Juan ha pasado por todos los servicios que un religioso desempeña en la escuela: aula, jefe de estudios, coordinador de etapa, director académico… Dicen en su congregación que fue un director especial. Casi no se notaba que lo era en comunidad. Y, sin embargo, fue un tiempo rico de cercanía con las familias y sus problemas. Era un director con tiempo para la escucha, el acompañamiento espiritual y para eucaristías celebradas y sentidas con las homilías bien pensadas de 4 minutos. Sólo 4, pero esenciales, directos y con futuro… Sus ex alumnos, hoy padres de familia, han forjado en esos 4 minutos, las muchas horas que tiene la vida.

Son dos personas anónimas y contentas. Su consagración se fue configurando en el aula al olor de los lápices y las gomas; bajo la tutela de los números y las fórmulas químicas. A ninguno de los dos les tocó, en su momento, dar clase de religión. Pero los dos pasaron por sus colegios como testigos de algo nuevo. Ahora, jubilados con júbilo de sus materias, han recuperado lo que siempre tuvieron: la capacidad de contar la “alegría del evangelio” a los más pequeños y a sus familias. Son cooperadores en los equipos de pastoral: enseñan, escuchan, dialogan y dan pistas. Tienen la vida llena con una relación bien fresca con la realidad y, lo más sugerente, contentos del momento que estamos viviendo… porque es un tiempo de Dios.

Dolores ha sido muy buena gestora. Lo sigue siendo. Tanto que a su lado han ido creciendo otros líderes. Es de las religiosas que a su alrededor se crecen otras y otros. Ha tenido clara siempre la misión compartida, ha abierto espacios, ha recreado la misión… Dicen los laicos y religiosos que con ella trabajaron que su presencia sólo se notaba para apoyar, secundar y animar. Es de las religiosas que dice estar feliz y además se le nota. Está viviendo un momento especialmente grato. Vive con otras dos hermanas en una pequeña comunidad. Se sonríe porque dice que entre las tres suman más de dos siglos de historia. Más que la que tiene la congregación. Llevan unos años cooperando en el “oratorio” de un colegio de su Congregación que está a unos kilómetros. Pero además viven su comunión con creatividad y eficacia. En su comunidad de vecinos han quedado algunas familias en paro. Han hecho números y las tres religiosas han decidido que pueden vivir con menos. Mensualmente hacen la compra para una familia con varios niños que vive dos plantas sobre la comunidad. Un día una chica joven, que cursa un máster con futuro, las ve. Se sorprende al ver a tres religiosas mayores con dos carros repletos de comida y bebida. Se acerca y pregunta. Queda interpelada.

A partir de ahí comienza una relación muy especial. Yolanda, que así se llama, tiene 28 años, comienza a relacionarse con estas tres hermanas tan normales. Hace sus cuentas y puede colaborar para que la compra mensual no sea una, sino dos. Además empieza a preguntarse si su vida no será otra cosa que prepararse y pensar en sí. Descubre que con esas tres mujeres es feliz. Aprende a rezar con sentido. Participa con ellas, descubre que son distintas, pero comparten sentimientos. Las ve como mujeres de convicción.

Hoy Yolanda, después de varias tardes de tertulia con las tres, algunos momentos de oración, alguna lágrima y mucha alegría… Después de unos cuantos carros de comida anónimamente entregados, está en el noviciado de la congregación. Ha descubierto con el ejemplo, que la evangelización en la escuela, llega hasta los hogares y da sentido a su vida. Conoció el colegio de la que hoy es su congregación no por los muros, sino por las rocas vivas, todavía muy vivas, que son Dolores y sus hermanas de comunidad.

Juan y Dolores no suelen hablar de lo que fueron, sino de lo que esperan. Miran hacia el futuro. Son religiosos maduros, pero capaces de engendrar porque creen en el hoy de la vida religiosa y su misión. Ellos y otros muchos, centenares o miles, engordan las páginas serenas y silenciosas de una gran verdad: la escuela para la vida religiosa es un lugar privilegiado de evangelización. Además curtidos en el diálogo claro con los más jóvenes, se convierten en personas puente, capaces de recrear la nueva vida religiosa que afronte la evangelización en el aula en este presente. Juan y Dolores son personas fecundas, capaces de dar vida y necesarias en la reestructuración de la misión de los religiosos.