Sin generalizar, estamos comprobando que la sociedad actual, encarcelada dentro de sí por la codicia, es incapaz de sentir misericordia ante el dolor de quien es de diferente raza, cultura, religión, ideología, el anónimo, el desconocido. La vida religiosa no está exenta.
Un campanazo del papa Francisco al mundo de hoy, es la llamada a salir de sí para vivir la misericordia, al estilo de Jesús, sin exclusiones, sin dilaciones, anteponiendo a “la persona” por encima de todas las barreras que nos separan. Aunque existen a nivel mundial diversos movimientos solidarios, es poco para tanto dolor y miseria en el mundo: víctimas de la guerra en Siria, el Mediterráneo convertido en cementerio africano, creciente feminicidio, campesinos desplazados de sus tierras, terrorismo implacable y mucho más. Los países ricos viven con miedo a perder sus privilegios ante la invasión de los pobres. Los pobres reclaman con violencia lo que aquellos han sacado de sus tierras dejándolas devastadas.
Basta recordar el lamento desgarrador de los niños de Siria: “Mirad lo que nos está pasando. Estamos sufriendo masacres y el miedo nos domina. Los sueños de nuestra infancia permanecen en nuestro interior. ¿Qué hemos hecho para que nos asesinen? Mundo ¿qué está pasando? Vuestro silencio nos está matando. Mundo ¿dónde estás? ¿Por qué no nos hacéis caso?”.
Gracias a las llamadas del papa Francisco, la vida consagrada está volviendo a la pasión que despertó el Vaticano II y Medellín por los pobres. Cada vez hay más conciencia de lo que supone ser discípulo misionero. Religiosas y religiosos dejan patria, familia y cultura y se lanzan, siguiendo a Jesús, dando amor, ternura y esperanza, para ser una presencia de Dios misericordioso, en los lugares más conflictivos de la tierra. El gran reto ante la indiferencia social es vivir la misericordia desde el talante de Jesús.