“La mujer en la Iglesia y en la vida religiosa… Más que un titular”
(VR 121,6).Ya nada es lo mismo. Nuestro tiempo no se conforma con palabras porque la realidad se impone. La mujer es en la sociedad, la Iglesia y la vida religiosa, no solo mayoría, sino mayoría cualificada. Hace poco, la interpretación de unas palabras del papa Francisco, llenó de ruido los medios de comunicación. La cuestión no es tanto de grados o «dignidades» cuanto de poner las cosas en su sitio. Los titulares, como siempre, sembraron cierta confusión, las palabras del Papa, sin embargo, reconocieron lo que hay. La Iglesia necesita aprender a escuchar, arriesgar y sanar con las artes de la mujer que, en ella, se entrega. De manera especial, como lo están haciendo tantas religiosas, realizadas y mujeres, en colegios y veredas, en calles y cárceles; hospitales y tiendas de campaña; templos y fronteras; noches y días; ambientes cristianos y anticristianos; zonas de paz y de guerra; norte y sur. No es ningún secreto que ellas traerán la vida religiosa del siglo XXI. De su capacidad para el riesgo, engendrar vida y entender la misión como hogar viene una liberación –que ya está aquí– de formas gastadas.
«Lo nuestro es una presencia maternal… salir al encuentro»
Sacramento Calderón,
Sup. General de las Calasancias
Quiero comenzar con unas palabras de Vita Consecrata, nº 57: «También el futuro de la nueva evangelización… es impensable sin una renovada aportación de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas».
Creo que el aporte de las mujeres consagradas llega desde esa triple dimensión que las define: la de ser madres que engendran vida; místicas que hacen presente a Dios en la mesa de nuestro mundo; y profetas –la profecía está en el corazón de la vida consagrada– que sueñan y se implican en la construcción de un mundo nuevo.
Estoy convencida que la significatividad de la mujer en la Iglesia está atravesada por nuestra propia identidad de ser personas al servicio de la vida para engendrar una «cultura de vida». Es éste uno de los mayores retos que tenemos en el momento presente, ante una realidad aparentemente de muerte.
La consagración religiosa es, para nosotras, la fuente de una pasión profunda que nos impulsa a crear vida allí donde nos encontramos. Conscientes de que ese fue el sueño de Jesús: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Como mujeres consagradas en los diferentes ámbitos de apostolado en los que estamos presentes, nuestra actitud más vital es inclusiva para ser así cauce y presencia de la misericordia del Padre. Aportamos un estilo de relaciones, marcado por el ser hijos de Dios que nos convierte en hermanos, y una presencia maternal caracterizada por «salir al encuentro», «buscar y acompañar al necesitado», «compartir con», que es el actuar materno de Dios.
Asimismo, creo que las mujeres contribuimos a la transformación social y eclesial. Y lo hacemos posibilitando la salida de los márgenes de aquellos a los que nuestra sociedad ignora, siguiendo así los pasos de Jesús; trabajando por la inclusión de los pobres, los excluidos, los que no cuentan; y también asumiendo diversos ministerios, en colaboración con otros dentro de la Iglesia. Una colaboración que hoy, en el siglo XXI, está llamada a ser realizada y acogida con espíritu de «partenaire», como se ha insistido en la última Asamblea de la UISG, sintiéndonos todos compañeros de camino en una misma y única misión.
Y para concluir, las palabras que recientemente el papa Francisco ha pronunciado dirigiéndose a las mujeres consagradas: «sin la vida religiosa femenina, a la Iglesia le faltaría María y Pentecostés, porque la mujer consagrada es icono de María y de Pentecostés».
«Necesitamos dejar que lo femenino sea inspirador»
Gloria Luz Patiño, fma
Presidenta de la CRP (Perú)
Pretender hablar de la significatividad de la mujer en la Iglesia y en la Vida Religiosa, a mi modo de ver, es afirmar que es necesario poner en evidencia el rol de la mujer que quizás aún en muchos contextos permanece invisible.
Al hablar del tema quisiera hacer presente el llamado que hace el papa Francisco al referirse a la “conversión ecológica”, es decir, a la necesidad que existe en el mundo de descentrarnos de nuestro ego para dar paso a una visión de la persona y del mundo así como Dios la ha soñado: en complementariedad y corresponsabilidad.
La vida en la región andina del Perú se teje en torno a un mundo dual, en que las dos partes no son opuestas, sino complementarias. Se da en todos los aspectos que guardan relación con la persona y su medio.
Arriba-abajo, izquierda-derecha, hombre-mujer… son las mitades que dividen el cosmos y el universo mental de los habitantes andinos.
La complementariedad masculino-femenina está presente en múltiples actividades, que van desde los rituales religiosos hasta las tareas domésticas. Así como la cultura andina, tantas otras culturas milenarias han tenido la sabiduría de intuir el sueño de Dios para la humanidad: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza… Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó” (Gn 1, 26-27).
El reto más grande de la mujer hoy en el mundo, en la Iglesia y en la Vida Consagrada es transparentar la otra parte del “rostro de Dios”: Asumir la opción de vivir desde su identidad de mujer; recrear la vida desde lo alternativo; ¡dejar que lo femenino sea inspirador!
A veces, la mujer ve limitada su participación en algunos ámbitos de la vida humana. Sin embargo tiene un aporte específico, del todo peculiar, una aptitud –no exclusiva– que le permite “acoger, custodiar, hacer crecer la vida” allí donde se encuentre. No se trata de verlo solo desde un punto de vista biológico, ni solo doméstico, sino como un aporte peculiar desde la riqueza de su feminidad, desde la intuición de su experiencia vital, psíquica y espiritual.
Desde el ámbito de la educación y queriendo responder en el hoy de nuestra historia como religiosas, preguntamos a algunos jóvenes ¿Qué profecía de vida consagrada nos piden? y ¿Cómo anunciar a Jesús en un mundo que cambia, a una generación que cambia? Ellos entre otras cosas nos respondieron: “El mundo de los jóvenes cambia, pero la necesidad que tenemos de ser escuchados, amados y reconocidos… no cambia… (En Ustedes), el ser mujeres implica la predisposición natural a ser madres: y este deseo y capacidad de llevar en sí, de sostener, de nutrir y después, también, de dejar partir, debe transparentarse en la relación con una Hija de María Auxiliadora”.
El custodiar la vida es una tarea que tenemos las mujeres en cada sector de la sociedad, en cada familia, en cada comunidad, a mi parecer, tarea aún por tomar mayor consciencia: Una linda aventura que pone Dios en nuestras manos y que cada día nos tendría que mantener siempre despiertas.
«Queda un gran camino que recorrer y muchos pies están trabados por el miedo»
Gema Juan, ocd
Puzol (Valencia)
Tantas mujeres y tan valiosas. Generaciones que han ido pasando el relevo de una sabiduría concreta, con una generosidad incalculable. Tantas hermanas, laicas y religiosas, casadas y célibes, en mil modos de vida al servicio de Dios y de las gentes. Tantas que es imposible no sorprenderse de lo imperceptible que es, en muchos casos, esa continua presencia.
La Iglesia ha mirado y trabajado de muchas maneras por la mujer, pero queda un gran camino por recorrer y muchos pies están trabados por el miedo.
Algunos hermanos tienen miedo a iniciar una nueva historia, donde las decisiones familiares se tomen de otro modo; tal vez temen ser sustituidos o perder poder, sin percibir la riqueza del cambio. Algunas hermanas también recelan. Temen que la marcha para recuperar el significado de que «no hay distinción entre varón y mujer, porque todos somos uno en Cristo Jesús» sea repetir los peores patrones heredados o nazca de un afán de notoriedad, de falta de entrega o de simple protesta.
El miedo se vence creando confianza, se reduce multiplicando caminos de encuentro más que atajos de ruptura. No se puede imponer la confianza, pero no debemos dejarnos acunar por una condescendencia paliativa. La reciprocidad y la corresponsabilidad que nacen de ser uno en Jesús no se hace visible por aparecer más o menos en algunos estrados, se hace participando en la vida entera de la Iglesia. Y Jesús recuerda que son necesarias astucia y sencillez.
Ser tenaces para que den fruto las iniciativas, para que no se pierda la inmensa creatividad que ya está en marcha. Sagaces, para hacer crecer una red que acolche errores, temores y dudas, pero también abatimientos. Una red de confianza y esperanza entre las mujeres, que albergue igualmente a los varones.
También, tener la sencillez de la autenticidad, sin replegarse por las dificultades. La llaneza para ser sinceras y firmes, pero no excluyentes. Todo será necesario, para permanecer y lograr significar lo que realmente somos.
«La voz de la mujer tiene que tener un peso real y una autoridad reconocida en la Iglesia», dice Francisco. Entonces, hay que tener valentía para seguir creando ese espacio, sin hacer caso de «los miedos que os pusieren, ni de los peligros que os pintaren», como decía Teresa de Jesús. Porque Dios «es amigo de ánimas animosas», de mujeres y hombres que luchan y confían.
«Un candelabro con la luz de una historia común»
Pilar Avellaneda, ccsb
Las Huelgas (Burgos)
La Iglesia es una casa en la que desplegar el cuidado de la vida en cada cenobio; y si toda casa es un candelabro1, en medio de nuestras comunidades brilla la luz de una historia de amor, una historia que es personal, pero no individual, sino común, la historia de Dios con nosotros, la que traza Dios con cada comunidad.
La contemplativa no está fuera de esta historia, participa de ella, y es una mujer que es convocada para desarrollar una mirada lúcida sobre la realidad cotidiana, y reconocer en ella el mensaje de Dios que lleva el aliento de vida para la humanidad entera.
Nuestro querido mundo se presenta ante nuestros ojos con un gran sentimiento de orfandad y abandono, un mundo deshumanizado por un individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos y las relaciones personales, negando que nos necesitemos unos a otros.
Las dinámicas de posesión, intolerancia, agresividad, estrés, inmediatez, ambigüedades, huida de compromisos, etc… llenan la vida cotidiana de cansancios agotadores, de desintereses, desilusiones y hasta de pesadillas, que reclaman el testimonio del genio de la mujer que hagan presente la fuerza moral en el sufrimiento, la entrega y la donación generosa, la ternura, la reflexión orante y el encanto de vivir la historia en clave relacional, rasgo constitutivo de la personalidad femenina2. Solo nos hará avanzar y progresar el empeño por desplegar una verdadera relación saliendo de todo aislamiento y cerrazón. Es el antídoto del individualismo, por eso, el debilitamiento de esta presencia femenina, en la Iglesia y en el mundo, es un riesgo grave para la tierra3.
La fe pierde parte de su calor sencillo y profundo, si la mujer no aporta su vivencia personal y su meditación a la luz de la Palabra. Este mundo desconfiado y endurecido, solo despertará a la confianza en la bondad, la acogida y la ternura, si con tesón la mujer suelta el manto de la rivalidad y el lamento estéril, y con gozo muestra el rostro materno de Dios en la cercanía, en la escucha atenta e incansable del ser humano para auparlo, levantarlo y hacerle crecer hasta la madurez humana.
La mujer consagrada cada día está invitada a entrar en la vida del otro con la delicadeza de una actitud no invasora, que renueva la confianza y el respeto. Gracias a su psicología ella dispone a un verdadero encuentro con el otro, desarrollando un mirar amable de la persona, que no destaca defectos y errores ajenos. Esto permite que nos adiestremos a no detenernos tanto en los límites, para que podamos tolerarlos, y unirnos en un proyecto común, aunque seamos diferentes4. La belleza de “lo común” salvará el mundo desgarrado por “lo mío”.
Custodiar la vida común es tarea de todos, pero el alma de la mujer genera vínculos, cultiva lazos, crea tejidos de integración, construye una trama de relación firme que potencia el sentido de pertenencia, sin el cual no se puede sostener una entrega por los demás, para que cada uno no termine buscando su sola conveniencia, lo que torna imposible toda convivencia.
Las heridas de nuestra cultura –de las que la Iglesia participa– causadas por la prepotencia, la violencia desatada, la explotación del otro, la indiferencia, el endurecimiento de hacerse ajeno a los sufrimientos de los demás…necesitan hoy el óleo de la cercanía, la compasión y la entrega generosa al otro, impronta de Dios que los dedos del Creador han dejado en la fisonomía del alma femenina. Desde esta pequeña reflexión cordial y llenos de gratitud, porque Dios no abandona la obra de sus manos, oremos:
Gracias Señor por el don de la mujer a tu Iglesia y al mundo.
Su alma lleva impresa la belleza de Dios.
Tú la has ungido con óleo de júbilo para llenar el mundo de tu perfume santo.
Que nunca deje de brillar su vida como una lámpara en esta oscurecida casa común que es nuestra tierra.
El mundo herido y envejecido, recupera la lozanía con el ungüento de la misericordia y la ternura femenina.
Que su hospitalidad, alentada por la Palabra de Dios, dé cobijo y espacio de crecimiento a la humanidad entera, y nadie en el mundo se sienta abandonado o perdido en la inercia de la mediocridad y el egoísmo. Amén.
1 J. L. Borges, Calle desconocida en Fervor de Buenos Aires (Buenos Aires 2011) 23.
2 Civcsva, Contemplad n. 2.
3 San Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem (15 de Agosto de 1988) 30-31.
4 Papa Francisco, Catequesis (13 de Mayo de 2015): L’Osservatore Romano en lengua española, (15 de Mayo de 2015), 9.
«La mujer está recuperando nuevamente su luz»
Mercedes Casas, fsps
Presidenta de la CLAR
La mujer siempre ha dinamizado la historia, le ha dado un vuelco, la ha matizado con su manera de ver la vida, de cuidarla, de intuir, de empeñarse, de estar. Mujeres que saben cómo estar en la historia, cómo vivirla, cómo hacerla, cómo responder a la misión que el Señor les ha confiado; que saben vivir al lado de los varones, en igualdad de dignidad, y que muchas veces con ellos, han emprendido grandes empresas de Reino.
Parece que al inicio de la Iglesia la mujer era muy valorada, seguramente por el testimonio que dio el Señor Jesús, quien durante su vida y ministerio la trató con un respeto único. Su presencia en las comunidades nacientes fue determinante para el crecimiento de la fe en Jesús. Pensemos en María, la Madre de Jesús, en torno a quien se reunían los primeros cristianos para orar y partir el Pan. Mujeres del Espíritu que con audacia practicaron la acogida, la hospitalidad, ensancharon las tiendas de sus casas para la oración y la alabanza, para dar fortaleza y descanso a los apóstoles o a quienes estaban siendo perseguidos; mujeres que participaban activamente en las asambleas y que cuidaban del fuego sagrado en el templo; algunas más protagonistas, muchas de ellas invisibles, pero todas significativas. Posteriormente, la cultura patriarcal ubicó a la mujer bajo la sombra, aunque gracias al Vaticano II, está empezando a recobrar nuevamente su luz.
La vida religiosa femenina, confinada en sus inicios a los monasterios, se ha abierto brecha corriendo el riesgo de salir a la historia, tocándola con su especial modo de estar, de mirar, con su especial manera de responder a las llamadas del Espíritu. Mujeres consagradas que saben que su misión consiste en ser hermanas, madres, amigas, acompañar al pueblo de Dios en su caminar hacia el Reino. Mujeres que están aprendiendo a retomar su audacia profética, poniéndose del lado de los más pobres, situándose en las marginalidades existenciales, ubicándose en los areópagos de la cultura, pronunciando palabras liberadoras que denuncian los atropellos a la dignidad humana y las injusticias; que escuchan la voz de las otras mujeres que no disfrutan aún de su dignidad, de sus derechos y de su protagonismo. Mujer, es una realidad que hoy, más que nunca, se vuelve significativa, y que nos confronta como Iglesia y como vida religiosa, hasta que recupere el lugar querido realmente por Jesús para ella, para todas mujeres de esta tierra.