Los jóvenes (sé que algunos no, pero la mayoría sí) y la sociedad en general, no quieren ser uniformes. De hecho, ya no piensan en un mundo plural para el futuro, sino que más bien se viven y se comprenden en un mundo con dicha característica y, por tanto, dan la espalda a todo lo que huela a uniformidad. Estoy convencido de que el futuro de la Iglesia se juega, en gran medida, en la gestión de la pluralidad, que es otro de los cambios urgentes que debemos afrontar.
Por otro lado, se nos presentan la pluralidad y la igualdad como valores opuestos. No creo que dicha oposición sea el mejor camino para construir algo nuevo y evangélico. Los abanderados de la igualdad olvidan la maravilla de lo plural, mientras que los radicales de la pluralidad marginan la urgencia de sentirnos iguales en derechos y leyes. Por eso prefiero los conceptos de unidad y diversidad. Uno, pero diversos. Conceptos que, por otra parte, son muy evangélicos al tiempo que aceptados socialmente.
No nos asustemos. El evangelio, siendo una sola Buena Noticia, acoge la diversidad de cuatro escritores sagrados; Dios mismo, en su intimidad, siendo un solo Dios, se manifiesta como tres personas diversas; la vida religiosa, siendo parte del mismo cuerpo, se realiza en carismas diversos; la Iglesia, siendo Una es también Católica… ¿Por qué debemos temer a la unidad y la diversidad en aspectos más concretos y personales de nuestras comunidades? ¿Por qué la diversidad da tanto miedo en vez de acogerse como un don del Espíritu que aporta vida y novedad constantes? ¿Por qué debemos ser todos iguales, cortados por el mismo patrón? Esa lógica no tiene futuro… Nuestras comunidades serán más ricas cuanto más diversas. Convenzámonos, la diversidad no es una imposición de la cultura relativista, es un logro del progreso humano.