Me pregunto quién es el orante del salmo con que nosotros hemos orado hoy: “Te doy gracias, Señor, de todo corazón; delante de los ángeles tañeré para ti”. Con estas palabras pudo orar Eliacín, siervo del Señor, llamado por Dios a ser un padre para los habitantes de Jerusalén, escogido para dar a la casa paterna un trono glorioso. Él pudo decir con el corazón lleno de agradecimiento: “Me postraré hacia tu santuario, daré gracias a tu nombre”. Pero esas palabras también puede hacerlas suyas con verdad Simón el pescador, apóstol de Jesús, a quien Jesús llama dichoso, porque el Padre del cielo le ha revelado misterios inefables; Simón será la Piedra sobre la que Jesús edificará su Iglesia; a Simón entregará Jesús las llaves del Reino de los cielos; Simón puede llenar de sentido nuevo y pronunciar con asombro renovado todas las palabras del salmista: “El Señor es sublime, se fija en el humilde… Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos”. Con todo, nadie podrá nunca decir las palabras de esa oración con más verdad, más agradecimiento y más gozo que el mismo Cristo Jesús; él es el “Hijo del Hombre, vestido de una túnica talar, ceñido el pecho con un ceñidor de oro”; sólo él puede decir de sí mismo: “Soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo… y tengo las llaves de la muerte”; sólo él es “el Santo, el Veraz, el que tiene la llave de David: si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir”.
Ahora ya puedes, Iglesia santa, decir tú también las palabras de tu oración en comunión con tu Señor, como cuerpo suyo que eres, pues a ti misma puedes verte “revestida con la justicia” que te ha venido de Dios, puedes ver “ceñida tu cintura con la verdad”, puedes ver en tu mano “las llaves” de la reconciliación que tu Señor te ha confiado. Grita tu agradecimiento con más fuerza que si gritases delante de Dios tu necesidad: “Te doy gracias, Señor, de todo corazón…”.
Ya sabes, amada del Señor, con quién has pronunciado las palabras de tu salmo; ya sabes a quién vas a recibir en comunión; ya puedes decir a tu Señor quién es él para ti.
Si digo que tú eres para mí el Primero y el Último, digo, mi Señor, que tú eres mi todo, mi bien, mí único bien. Me gustaría decir con palabras mías quién eres para mí, pero sólo encontraría pobres palabras, sólo sabría balbucir como un niño mientras te miro. Por eso recurro a ti, Señor, para decirte quién eres con palabras tuyas: Tú eres el único de entre nosotros que “ha nacido para todos” los demás; tú eres el único de entre nosotros a quien todos podemos llamar “mi Salvador”; tú eres “la Luz que ilumina el mundo”, el “Pan de cielo” para el camino del pueblo de Dios, el buen Pastor que busca su oveja perdida hasta dar la vida por ella, tú eres la Resurrección y la Vida para todos los que mueren. Si te recibo, Señor, entra en mi casa la esperanza del mundo; si te acojo, tu santidad me penetra, tu gracia me justifica, tu justicia me ciñe; en las penas “tú eres nuestra dulzura”, en el ardor “tú eres el refrigerio”, en la tristeza “tú eres el gozo”, en la prueba “tú eres seguridad”, en la fatiga “tú eres el descanso”, en la pobreza “tú eres toda nuestra riqueza y satisfacción”. Tú eres quien hace suya mi lepra para que yo quede limpio; tú eres quien toca mis ojos para que vea; tú eres quien me toma de la mano para que camine. Para los esclavos eres libertad, para los pecadores eres perdón, para los pobres tú eres el reino de Dios. Y para mí, Señor, para mí que soy esclavo y ciego, leproso y pecador, para mí, Señor, pido que seas tú solo mi todo.
Iglesia amada del Señor, ya sabes también con quién vas a comulgar, quién te recibe, a quién vas a recibir. No habría comunión de verdad si tú, creyente y pobre, no fueses recibida por Cristo; no habrá comunión de verdad si tú no recibes a Cristo en sus pobres.