La fiesta del “Corpus”, más allá de sus manifestaciones procesionales y populares, nos recuerda la indisoluble relación que hay entre eucaristía y fraternidad. Recibir el cuerpo de Cristo es formar parte de su cuerpo, recibir la sangre de Cristo es imbuirse de su espíritu de vida. La transformación sustancial que se realizó en el cenáculo está destinada a realizar un proceso de transformaciones, cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea “todo en todos” (1 Cor 15,28), o sea, la realidad que todo lo determine. Mediante la eucaristía, Jesús nos invita a entrar en la dinámica de esta transformación. El cuerpo y la sangre de Cristo se nos dan para que nosotros seamos transformados, convertidos en consanguíneos de Cristo. Y para que, desde nosotros, el amor de Cristo se extienda a todo el mundo, para que el amor sea la medida dominante del mundo.
Por razones históricas y motivos higiénicos (cosa que con la pandemia resulta hoy perfectamente comprensible) se ha priorizado el pan como elemento de comunión y de adoración. De hecho, la fiesta del “Corpus” recalca precisamente este aspecto. Pero no hay que olvidar que la mayoría de los binomios refuerzan una realidad que está contenida totalmente en cada de sus términos. Así, por ejemplo, decir “mujeres y varones”, o “blancos y negros” indica la totalidad de los seres humanos, pero la realidad humana se realiza igualmente en la mujer o en el varón. Cuerpo y sangre es un binomio que indica el todo de la vida de Cristo, pero este todo se significa en cada uno de los términos del binomio. La fiesta del “corpus”, celebra la presencia de Cristo en los elementos del pan y del vino, la presencia de aquel que está con nosotros de forma velada, a la espera del día glorioso en que podamos beber con él el vino nuevo en el Reino de Dios.