Es una de las posibles traducciones que emplea el Evangelio para describir a esos pastores que no cuidan del rebaño en oposición a la figura de Jesús que conoce y da la vida por los suyos.
«Que percibe un salario por su trabajo o una paga por sus servicios» esa es una de las definiciones de mercenario. O aquel que no da gratis lo que recibió gratis. Esa mezquindad de tarifar la Buena Noticia, de poner peros, de no regalar lo que nos fue entregado (mi carne y mi sangre), de exigir lo que uno no es capaz de cargar sobre sus hombros, de creerse salvaguarda de la pureza y no misericordia que procede del Padre que no es la nuestra, de exigir lealtades impuestas, de jugar con las conciencias y de condenar por el mero hecho de saborear el poder (miserable entretenimiento que hace mucho daño).
Y cuando llega el lobo, que siempre acaba llegando, sale corriendo dejando que las ovejas sean devoradas, no por el hambre del depredador sino por mero juego de quien puede matar. No es abandono por miedo (tan comprensible) sino porque no le importa en absoluto, porque los demás son sólo mero objeto de pastoreo que hace crecer nuestro hinchado egoísmo: los números, los proyectos, las estadísticas, el figurar, los votos, la productividad, el poderoso caballero, los celos… Tanto da.
Entre los lobos y los mercenarios hay un acuerdo tácito de aprovecharse de los demás, cada uno según sus expectativas, cada uno según sus justificaciones. Pero al final, triste cuento, los lobos son los mejores amigos de los mercenarios e incluso comen juntos las perdices y son (otra vez tristemente) felices, en esa felicidad venenosa.