jueves, 28 marzo, 2024

¡Pobres!…¿bienaventurados?

Jesús tuvo algo muy claro, desde que recibió el Espíritu que lo convirtió a la predicación del Reino. Había pasado treinta años de vida plenamente humana en presencia de Dios y en medio de los hombres, sometido incluso a los que eran sus padres, María biológicamente y José por adopción. Convertido por el Espíritu Santo para esta misión, unificado en esta dirección, se da cuenta que tiene que proclamar ese estilo de vida para poder ser bienaventurado. Para que aquellos que amaban la vida, pudieran ser felices.
Escuchemos de nuevo a Juan Pablo II que le hablaba a los jóvenes de América Latina, esta vez en Perú:
«Queridos amigos: el programa evangélico de las Bienaventuranzas es trascendental para la vida del cristiano. Para la trayectoria de todos los hombres. Para los jóvenes y para las jóvenes es sencillamente un programa fascinante. Bien se puede decir que quien ha comprendido y se propone practicar las ocho bienaventuranzas propuestas por Jesús, ha comprendido y puede hacer realidad todo el evangelio. Ciertamente el ideal que el Señor propone en las Bienaventuranzas, es elevado y exigente. Pero por eso mismo resulta un programa de vida hecho a la medida de los jóvenes. Ya que la característica fundamental de la juventud es la generosidad, la apertura a lo sublime y a la arduo. El compromiso concreto y decidido en cosas que valgan la pena, humana y sobrenaturalmente. La juventud está siempre en actitud de búsqueda, en marcha hacia las cumbres, hacia los ideales nobles, tratando de encontrar respuestas a los interrogantes que continuamente plantea la experiencia humana y la vida espiritual. Pues bien: ¿hay acaso ideal más alto que el que nos propone Jesucristo?».
El Papa decía esto a los jóvenes de América Latina, allí en Perú, en un momento en que muchachos y chicas de uno y otro bando estaban tentados en querer buscar la paz y la justicia por métodos violentos. Por eso el Papa insistía tanto en esta realidad de la Bienaventuranzas.
Me gustaría compartir en esta reflexión con una visión sobre lo mismo, pero desde otro punto de vista. El Papa habla claramente de las ocho Bienaventuranzas como un programa. Y esto es real y cierto. Así siempre lo ha entendido la Iglesia. Pero si uno lee este capítulo cinco de Mateo, y el capítulo cinco de Lucas, pareciera que Jesús, más que hablar de Bienaventuranzas, está hablando de bienaventurados. Casi diría que se está refiriendo a grupos de personas. Aquellos que eligen ser pobres, los que sufren, los sometidos, los que tienen hambre y sed de justicia, los que prestan ayuda, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz.
Es como si fuesen grupos a quienes los hombres, mirando la cosa, no desde la visión del reino, sino desde el programa humano, llamaría ¡pobres!.
A uno que lucha por la justicia, el mundo de los satisfechos seguramente le dirá: ¿Pero para qué te vas a meter? Si las cosas no se pueden cambiar. Tú eres un idealista. ¿Porqué vas a luchar por la paz? Y menos si no tienes el poder para conquistar la manija e imponer tu programa.
Permitidme que ilustre esta idea con un pequeño cuento extraído de una de las tiras de Mafalda. Me parece uno de los más tiernos y profundos de nuestro amigo Quino. Son simplemente los cuatro recuadros clásicos:
En el primero Mafalda se dirige a Manolito y con la mano abierta le muestra algo, mientras le dice:
-Mirá Manolito, qué hermosas piedritas.
En el segundo Manolito le responde:
-Yo no le veo nada de lindo. Para mí son simplemente piedritas.
En el tercero, Mafalta insiste:
-Pero fijáte ¡qué colores, qué formas!
A lo que Manolito le responde:
-Para mí tienen simplemente colores y formas de piedritas, y nada más.
En el cuarto ya no hay diálogo. Mafalda se retira entristecida pensando:
-¡Pobre!…
Manolito se queda sorprendido, pensando a su vez:
-¡Pobre!
Mirando nuestra realidad, vemos a los que luchan por la paz, a los apasionados por la justicia, a los pobres, a los que lloran, a los limpios de corazón. Si uno los mira como a grupos, y sobre todo si lo hace desde el punto de vista del éxito, del triunfador, evidentemente puede decir: ¡Pobres! Y lo puede decir en un doble sentido. ¡Pobre!, -casi con desprecio como diciendo: – Y bueno, que se las arreglen. Si ellos quieren estar en eso.
O podemos decirlo casi con misericordia, como expresando nuestra pena por esas pobres personas a las que les tocó esa mala suerte en su vida: la de estar del lado de los perdedores. Pensando quizá en lo profundo: -Y bueno, ¡que se joroben, por tontos!.
Pero mirando la misma situación desde el otro lado, Jesús nos asegura que el “Tata” Dios les dice:
¡Bienaventurados!
Bienaventurados los que lloran.
Bienaventurados los que luchan.
Bienaventurados los apasionados por la justicia.
Los limpios de corazón…
Y podría llegar a suceder incluso que alguien que pertenece a uno de esos grupos, no necesariamente pertenezca al otro. Puede ser que el pobre no sea necesariamente el que lucha por la justicia. U otro que lo es por su sufrimiento, no sea quien se destaca en la lucha por la paz.
Jesús habla de una serie de grupos. Al que el mundo llama bienaventurado por ser triunfador y exitoso, porque tiene el poder, el dinero y la posibilidad de satisfacer todos sus caprichos, a ese quizá el “Tata” Dios lo mire pensando: ¡Pobre! Mientras que llame bienaventurados justamente a aquellos otros a quienes los primeros desprecian. Y son bienaventurados justamente porque son en definitiva los verdaderos destinatarios del proyecto de Dios.
Jesús había tenido que hacer un doloroso camino de descubrimiento a través de lo que le dijera Juan el Bautista cuando lo señaló como el cordero de Dios. En el de sierto fue tentado con la propuesta del poder, del milagro fácil y de la manija política que le daría autoridad sobre los pueblos para dominarlos. Apoyándose en la Palabra de Dios tuvo que luchar esforzadamente, desnudo y con hambre, contra ese proyecto del mundo. Luego le hará vivir a los apóstoles esa misma experiencia. Y ahora proclama desde el cerro, como un nuevo Moisés, el proyecto nuevo de la libertad. Libertad que en lo profundo es el pasaje de la servidumbre al servicio.
Recordemos lo que el Papa les decía a los jóvenes de América Latina. Las dos preguntas esenciales sobre la liberación y los métodos para conquistarla no son: Liberarnos ¿De quién? y ¿Cómo? Sino más bien ¡Liberar ¿Qué? y ¿Para qué?
Según el simple proyecto humano, la libertad tendría como exigencia detectar al opresor y ubicar la mejor praxis para destruirlo. Mientras que Jesús a través de este proyecto de las bienaventuranzas nos anima a preguntarnos qué es lo que en nosotros está oprimido, y hacia donde queremos llevar el sentido de nuestras vidas. Y sobre todo, no nos garantiza el éxito de pasarnos al bando de los divertidos. Ni siquiera la certeza de conseguir una vida sin problemas. Más bien nos previno sobre todas las exigencias y dificultades que nos traería esta opción por el reino. Por eso la verdadera libertad, aquella que Moisés proclama desde el Sinaí, y la que Jesús explicita en el cerro de las bienaventuranzas, es el paso de la servidumbre al servicio. Dejar de ser esclavos de ciertas cosas, de la ambición del poder, autoridad, dinero y placer. Nos invita a tener un corazón libre de todo eso. Muchas veces será la cruz y el sufrimiento el medio que nos puede ayudar en esa liberación.
La sociedad en que vivimos nos prepara y nos estimula al éxito. Nos pide el triunfo y todo nuestro esfuerzo para conseguir metas. Y esto está bien. Eso no está mal. Lo que sería terrible es descartar de todo nuestro proyecto la realidad del fracaso, del dolor, del sufrimiento. Porque entonces seríamos terriblemente irrealistas. Si solo nos preparamos en la vida para el triunfo y el éxito, cuando nos llegue el dolor, el sufrimiento, la pobreza, la persecución o el que no nos comprendan, o nosotros mismos estemos desconcertados, entonces nos vamos a sentir profundamente infelices. Cuando de hecho Jesús, en el corazón de su evangelio, nos está proclamando que estas situaciones pueden ser de bienaventuranza si están dentro del proyecto del reino. El fracaso es algo tan real como el éxito. Y a menudo puede llegar a ser más importante.
Imaginemos un día de sol, luminoso y fresco. En la mitad de ese día las estrellas también brillan en el cielo. Pero la misma abundancia de luz solar que nos permite ver el árbol, el pájaro y todas las cosas cercanas, -¡visibilidad máxima 15 kilómetros!- amputa en nosotros la capacidad de descubrir las estrellas. La abundancia de luz suprime en nosotros la posibilidad de ver las estrellas. Las estrellas brillan de día exactamente como de noche. Pero no- sotros estamos incapacitados para poderlas ver, debido a la abundancia de luz que tenemos. Entonces llega la noche. Cae el sol. La noche ladrona, que nos roba todo lo inmediato al quitarnos con el sol: la luz, el árbol, el pájaro y todos los demás puntos de referencia familiares. La noche es mala por todo lo que nos roba. Pero también lo es porque nos desenjaula los miedos que llevamos por dentro. Nos suelta todas nuestras angustias y temores, y con esa fauna nocturna que no vemos pero cuyos movimientos nos asustan.
Pero también es la noche la que nos da una capacidad muy hermosa: nos permite ver las estrellas. Nuestra visibilidad salta misteriosamente a dimensiones increíbles, desde el máximo de 15 kilómetros, nos abrimos al universo inmenso y misterioso en el que estamos sumergidos. Así la noche se nos puebla de otras presencias. Pensemos qué triste sería nuestra vida humana si no existiera la noche. Nunca hubiéramos descubierto lo que está más allá de lo inmediato. Nunca hubiéramos sabido de la existencia de las estrellas. Sí, conoceríamos el sol, pero seguiríamos pensando que él da vueltas alrededor nuestro. Que está a nuestra disposición. Como un Dios que nos hace salir siempre las cosas bien. La luna sería simplemente un ser al servicio del hombre, bella por sus variaciones y útil para marcar fechas. Pero si no existiera la noche, cuánta ignorancia. Nunca nos hubiéramos enterado de toda esa realidad que queda muchísimo más allá. Y sobre todo nunca hubiéramos tenido puntos de referencia claros, exteriores a nosotros, que nos permitieran orientarnos en el mar o en la pampa. Cuántos se hubieran quedado para siempre extraviados si no hubiera sido por la noche que al quitarles lo inmediato, los capacitó para ver las estrellas, y así recuperar el rumbo para alcanzar su meta.
Por eso, cuando Jesús proclama las bienaventuranzas, nos llama la atención muy fuertemente. En este proyecto del reino, en esta nueva proclamación de la voluntad de Dios, Jesús declara bienaventurados a grupos de personas a las que el mundo elitista, que nos prepara para ser triunfadores, llama pobres. Un mundo que sólo quiere gozar, olvidándose de aquellos que no tienen la menor posibilidad de satisfacer las necesidades reales. Quizá la sociedad satisfecha al mirar a los grupos que lloran, que sufren, que tienen el corazón puro, los ven y piensan: ¡Pobres!. Pobres miserables, pobres ignorantes, pobres tontos, pobres ilusos. Y “Tata” Dios, desde el otro lado, mira a los satisfechos, a todos estos inmediatistas, a todos estos triunfadores. Que terrible sería que Él dijera de ellos:
-¡Pobres desgraciados! ¡Infelices!
Y Jesús, en el evangelio de Lucas, después de las bienaventuranzas, añade su proclama sobre los infelices. En el capítulo seis, luego de la lista de bienaventurados, acopla una ristra de:
-¡Pobres de vosotros! ¡Ay de vosotros si…!
Poniéndonos ante este Jesús que acaba de ser rechazado en Galilea, teniendo un corazón abierto tendríamos que preguntarle a Dios:
-¿Qué piensas de mi vida en este momento? Me dirías ¡pobre! O más bien me mirarías con cariño como al pobre Lázaro, o al ladrón moribundo junto a tu hijo, diciéndome:
-¡Ven, Bendito, y entra en mi reino!
Qué hermoso sería que en el momento de nuestra agonía, cuanto tengamos que soltar todo aquello a lo que nos hemos aferrado, y le pidamos con angustia al Señor el don de la vida, pudiéramos escuchar de Él la frase más exigente y consoladora que jamás nadie nunca nos haya dicho:
-Carga la cruz y sígueme. Te aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso.
Cuando el “Tata” Dios miraba desde el cielo aquel Gólgota sangriento y tétrico, y veía al pobre malhechor a quien dentro de un rato vendrían a terminarlo a garrotazos rompiéndole los huesos de las piernas, seguramente unía su voz a la de los ángeles que ya le preparaban la bienvenida para decirle:
-¡Ven, bendito de mi Padre, para gozar del reino que te tenía preparado!
Y por otro lado, en aquel mismo momento y lugar, había otro grupo de satisfechos y burlones, que triunfalmente regresaban a lo suyo, sacudiendo su cabeza y creyendo haber dado gloria a Dios, mientras se decían:
-Ha salvado a otros. Y a sí mismo no se pudo salvar.
“Tata” Dios los miraba y decía:
-¡Pobres, realmente no saben lo que hacen!
¿Qué dirá Jesús sobre mi vida en este momento?:
– ¿Pobre? o ¡ Dichoso!
La novia y la novicia
Diez pretendientes tuvo Ruperta. Bueno, claro, no simultáneamente los diez. Pero siempre se dio el lujo de decirles que no. Cuando alguno se ponía más insistente, y buscaba oportunidad de entrar en su vida, decididamente cortaba con una negativa que lo alejaba sin explicaciones.
Cuando dijo el primer no, tenía clara conciencia de que aún le quedaban al menos nueve sí como posibles. Y como era joven y bonita, la seducía la idea de vivir de los posibles. Por ello el decir un no, la gratificaba asegurándola en su posición un tanto romántica de estar disponible para no sé qué futuro.
Pero era evidente que con decir simplemente que no, el futuro no se construía. Cada negativa la dejaba exactamente donde estaba, y cada vez un poco más cerrada sobre sí misma. A medida que crecía el número de sus no, se iban acortando proporcionalmente las posibilidades de sus sí.
Y pasaron los años. Cuando pegó la curva de los treinta y cinco, se dio cuenta de que su actitud conducía a nada. Apagó sus humos, reflexionó sobre su vida, y se abrió a los demás. Y aunque humanamente tuvo que renunciar a muchas de sus expectativas, por último peleó una de las posibilidades y comenzó su primer noviazgo a fondo. Lo defendió con uñas y dientes, sobre todo de sí misma y de sus ilusiones un tanto adolescentes. Y finalmente se dio cuenta de que valía la pena decir un sí a la vida y al amor.
La mañana que se casaron –porque se casaron de mañana– unas cuantas amigas la acompañaron en su ceremonia. Todas se emocionaron felicitándola por el paso que daba. Quizá las amigas no se daban cuenta que Ruperta al decir en esa mañana su sí, englobaba en él todos los no a las futuras posibilidades que se le pudieran presentar. Porque aquella aceptación incluía definitivamente la renuncia a todos los otros hombres que pudiera presentársele en su vida. Pero eran personas realistas. Por ello se alegraron sinceramente por su elección. Sabían que sólo a través del sí, ella se ponía en marcha hacia el futuro, hacia la vida. Nadie se preocupaba de las renuncias encerradas en aquella elección.
La sobrina de Ruperta tenía diecisiete años. Llena de vida y con todo el futuro que le sonreía a través de los sueños de sus viejos, y de las aspiraciones de sus amistades. Había terminado quinto y tenía que decidir. Varias carreras eran posibles. Tenía inteligencia ella, y dinero sus padres. Pero desde el retiro de septiembre, algo le andaba bullendo dentro de su corazón de muchacha. Sentía que Cristo le pedía un sí entero. Y a ella le entusiasmaba la idea de decirle que sí, aunque le asustaba un poco lo que podría encerrar para el futuro.
Cuando se supo que entraba al convento, se armó un bonito revuelo entre los parientes, sobre todo entre los y las que ya habían doblado la curva de los treinta y cinco. No les entraba en la cabeza que esta chica pudiera decir de golpe que no a tantas cosas que la vida le ofrecía como posibles, sin siquiera haberlas probado. Los tenía obsesionados la idea de que la chica al entrar al convento renunciaba a un futuro profesional, a una pareja feliz, a los hijos. Renunciar a tanto ¿pero qué necesidad había? ¿Quién le habría metido en al cabeza semejante idea? Se hablaron barbaridades y se dijeron estupideces sobre las monjas a cuyo colegio sus padres la habían mandado desde pequeña, porque era un colegio bien y daba status. Se criticó al cura que les había dado el retiro de septiembre a las chicas de quinto, y discretamente la andanada salpicó a los padres que inconscientemente le habían dado el permiso para hacerlo.
En fin, lo curioso fue que muy pocos realmente pensaron que lo que la muchacha estaba haciendo no era decir que no a nada. Simplemente decía que sí a Alguien. Era ese sí el que encerraba tantos no. No había ninguna necesidad de esperar a los treinta y cinco como hizo la Ruperta, que se dedicó a decirlos en cómodas cuotas mensuales durante veinte años, para aflojar a la fuerza un sí medio tibión empollado por una nidada de no anteriores.
La conozco a esta joven, que es hoy una gran religiosa. Conserva toda la frescura de un sí grande dicho desde el principio.
¡Pobres!…o ¡Bienaventurados!
Lo del casorio de Ruperta, dicen que fue así. Ella trabajaba de maestra en el colegio de las monjas donde iba su sobrina. Antes de comenzar sus horas de clase solía hacer una visita a la capilla para cumplir sus devociones. Y de paso, tratando de que nadie la viera, le hacía un saludito a San Antonio, que desde su hornacina atendía los pedidos referentes a su especialidad. La verdad que nunca se lo rezó en forma demasiado confesada. Pero con el saludo de la Ruperta, seguramente el santo comprendía los sobreentendidos que se contenían.
El que sí convertía su rezo en un pedido explícito, era quien sería su futuro esposo. Cada mediodía, cuando acababa su trabajo, no dejaba de arrimarse hasta la capilla del colegio, y sin rubor alguno se iba derecho a San Antonio y masculinamente, sin vueltas, le suplicaba le ayudara a conseguir compañera. Ya tenía la casita terminada, y casi cumplidos los cuarenta. No podía darse el lujo de entretenerlo a San Antonio con indirectas. Por eso su súplica era muy concreta, y el tiempo la había vuelto insistente:
-¡San Antonio Bendito, consígueme novia!
La plegaria como digo, se fue volviendo insistente, y terminó por ser casi agresiva. Porque el hombre estaba dispuesto a pagar cualquier precio, con tal de ser escuchado. Prometió velas, le compró flores, le ponía plata en la alcancía. Y sobre todo le rezaba. Oración que se prolongaba en cuanto al tiempo y se intensificaba respecto al contenido. Al final ya se transformó en algo que tenía bastante de súplica, y mucho de amenaza.
Un día la cosa tenía que explotar. Porque aparentemente el santo se mantenía imperturbable, sin siquiera dignarse responder a su devoto peticionario. Firme en su hornacina, no decía ni sí ni no. Simplemente lo miraba con sus celestes ojos de vidrio, como atendiendo sin comprender la pena del pobre hombre. La pena un día se hizo rabia, y ésta estalló. Poniéndose de pie frente al santo lo tomó de la sotana y levantándolo en peso le pegó una sacudida, mientras le decía:
-¿Me vas a escuchar, o no vas a escuchar de una buena vez? ¿Hasta cuándo, me vas a tener penando? Un día voy a perder la paciencia y te voy a tirar por la ventana, santo y todo como eres.
Asustado casi por su propia irreverencia volvió a colocar la imagen de madera en su lugar, esperando que su actitud hubiera impresionado al santo. Pero al día siguiente todo estaba igual. Y esta vez la cosa fue en serio. Porque luego de la sacudida, literalmente el santo fue tirado con violencia por la ventana alta de la capilla que daba al patio. Justo en el momento en que Ruperta abandonaba el aula para regresar a su casa. Tan justo fue, que la imagencita así arrojada fue a estrellarse contra la espalda, provocándole un susto mayúsculo. Al descubrir la causa, recogió la imagencita, y hecha una fiera entró como tormenta en la capilla. Se dirigió enérgicamente donde esta el pobre hombre, que asustado no sabía qué hacer. No había sido esa su intención. Pero lo mismo tuvo que escuchar el tremendo chaparrón que se le descargó encima.
Apagado el fuego inicial, vino la parte referente a las disculpas y excusas, luego la de la reconciliación y finalmente la de las confidencias. Al mes ya estaban semiarreglados. Al poco tiempo la cosa ya era algo en firme.
La mañana en que se casaron en la capilla del colegio de las monjas, cuando salían tomados de la mano y bajo los arpegios del armonio familiar, instintivamente ambos miraron hacia la imagencita del santo. Y hubieran jurado que éste les había guiñado el ojo.
A veces los violentos llegan a arrebatar el cielo. En todo caso la insistencia es un ingrediente importante en la oración de petición. Está en los evangelios.
Sugerencias:
En silencio, con las Bienaventuranzas abiertas y rumiadas, rememorar todas las pobrezas que Dios me fue pidiendo para llegar a este momento de mi vida. Y preguntarme con sinceridad:

-¿Cómo me verá Dios?
Me dirá:
-¡Pobre! … o ¡Bienaventurado!
 

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