jueves, 25 abril, 2024

MENOS PODER Y MÁS AUTORIDAD

La distinción entre poder y autoridad puede iluminar lo que es un buen líder y lo que es un mal jefe. Y permite comprender el necesario papel de los distintos responsables en la comunidad de Jesús. Toda comunidad necesita una mínima organización. Pero los responsables del buen orden no deben comportarse como los que gobiernan en este mundo, que se aprovechan de su puesto y tratan a los demás como subordinados: “no así entre vosotros” (Lc 22,26). Por el contrario, deben actuar como servidores y ser ejemplo para los demás. En este ser ejemplo está la diferencia entre poder y autoridad. Autoridad procede de autor. Tiene autoridad el que tiene capacidad, crédito, estimación, verdad, aprecio, reputación. Poder tiene que ver con potestad, fuerza, imperio, poderío, dominación. Mientras la autoridad tiene capacidad de arrastre y convencimiento, el poder se impone desde fuera y por la fuerza. Suele ocurrir que quienes pierden autoridad se apoyan en el poder. Dejan de convencer y pasan a imponer. Pierden el aprecio y se mantienen a base de fuerza y opresión.

Que el poder es una tentación permanente, incluso en las comunidades cristianas, se manifiesta por la cantidad de veces que encontramos en el Nuevo Testamen­to advertencias a las autoridades eclesiásticas para que no corrompan su autoridad convirtiéndola en poder. Así se expresa la primera carta de Pedro (5,1-4): “a los presbíteros que están entre vosotros les exhorto yo, presbítero como ellos: apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey”. Si en la Iglesia hay funciones de vigilancia, ésta se ejerce no a la fuerza, sino con amor, respetando la libertad; y se ejerce, sobre todo, siendo modelo para los demás.

Para los seguidores de Jesús la autoridad no funciona como poder, sino como servicio. Jesús tenía mucha autoridad, pero se negó a utilizar el poder, tal como le propone el tentador (Mt 4,3). Sorprendió a sus contemporáneos “porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1,22). Esta comparación es significativa, pues los escribas estaban “titulados” para enseñar, por haber estudiado en la sinagoga. Pero su competencia, al no brotar de la adhesión personal a la Palabra de Dios, sino de la profesionalización puesta al servicio del ansia de poder, era una autoridad devaluada. La autoridad de Jesús, por el contrario, nace de la experiencia de su filiación divina, y no de titulaciones. Es una autoridad competente, la del que va por delante exponiendo su vida, y no el poder “del que impone a los hombres cargas intolerables, y él no las toca ni con uno de sus dedos” (Lc 11,46; Mt 23,4).

A la luz de lo dicho no tiene sentido hablar de una Iglesia autoritaria, aunque si tiene sentido hablar de autoridad en la Iglesia. San Pablo, cuando recuerda a la Iglesia de Corinto “la autoridad que el Señor le dio”, deja muy claro que se trata de una autoridad “para construir vuestra comunidad, no para destruirla” (2Co 10,8). La autoridad de Pablo, la autoridad eclesiástica, está basada en el modelo de Jesús. En la Iglesia no hay poderes, aunque sí hay funciones. En ella la autoridad se ejerce como un servicio fraterno.

 

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