MEJOR AHORA

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Casi todo en la vida está sometido a un después. No me refiero, por supuesto, al después definitivo que es la eternidad, sino a esos escalones intermedios donde vamos situando lo que haremos o sucederá más tarde.

«Después» es un estado en el que frecuentemente viene a habitar el olvido, la inercia y la costumbre… En el después se hace fuerte el ayer y eso es muy peligroso. En su versión más lamentable, termina por confundirse con el ayer… y solo reitera, subraya lo sabido o se empobrece con lo vivido.

Asisto a no pocas reuniones donde el contenido –aunque dicho de otra manera– es el después. En muchas de ellas la batalla, es conseguir salir del pasado. Muchos «después» nacen contagiados de una vejez manifiesta, de una nostalgia vedada, de un evidente miedo al porvenir. Es difícil que nazca un después limpio y libre; natural, sincero y sin «recortes». No pocas declaraciones pomposas con intenciones para un «después» no son sino variaciones de un mismo texto, una historia sabida o un estilo enquistado que, de otra manera, se terminará proponiendo con otra música para que suene a nuevo.

Ocurre en todos los ámbitos de la vida. También, por supuesto, en la Iglesia y entre los consagrados. Tenemos una pasión desmedida por el «después» aunque no signifique más que sostener un presente que, más o menos, controlamos.

Lo cierto es que para que exista un después, ha de cuidarse el ahora. Ahí tenemos un serio problema. Insertar el sueño en el ahora desconcierta y desequilibra una estabilidad que no queremos perder. Es, paradójicamente, ahora el tiempo para que pueda haber después. Tomar el pulso al presente, llenarlo de vida y motivación, escucharlo y ofrecerle respuestas… es, aunque parezca lo contrario, una formulación arriesgada del mañana. Porque no existe porvenir sin un hoy cuidado, consciente y celebrado.

Todos los procesos de renovación, reorganización o reforma se redactan hoy, con pretensión de alumbrar esperanza mañana. Pero necesitan vida en el presente, necesitan realismo profético y no solo una quimera anhelada sin apoyatura humana. Necesitan sujetos, ellos y ellas, que lo puedan vivir porque, de hecho, ya lo están viviendo.

Aquí justamente sitúo mi esperanza. Hay más vida que la que alcanzamos a formular. Hay más convicción personal que aquella que colectivamente solemos expresar. Está fresca la acción del Espíritu en el corazón de las personas; está frecuentemente gastada esa acción en la expresión institucional y, por eso, frecuentemente no es respuesta a la situación de las personas. Pueden nuestras instituciones, parafraseando a M. Vilas, ser «una superposición amarillenta de voluntades cansadas, que ya no piensan, que pensaron hace muchas décadas, y que la pereza… perpetúa». Se impone una actualización del «después» y darle la vitalidad del ahora.

Es el momento de la complicidad, del gesto sincero, del perdón, de la palabra y el trozo de pan compartido… Es el momento del ahora. De la Bendición. Del Dios presente y protagonista de la historia. Pierde fuerza el texto del después cuando es estrategia planificada, proceso complejo, inmovilismo o palabra hueca que entretiene… Pierde fuelle una comunidad que no tiene presente que celebrar, aunque frecuentemente, en su rezos, hable de un después donde va a empezar a ser sincera. Sin duda alguna, mejor empezar ya, mejor ahora.