Hemos llegado a los días finales del Año litúrgico, y la comunidad creyente vuelve la mirada a los acontecimientos últimos de la historia de la salvación. Hoy, a la luz de la fe, la Iglesia contempla la venida del Hijo del hombre “sobre las nubes con gran poder y majestad”.
La eucaristía que celebramos es anticipación sacramental de aquel día de consolación que esperamos.
El que hoy nos reúne para que escuchemos su palabra y lo recibamos en comunión, en aquel día reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos. El que hoy es pan para nuestro camino, será nuestra vida en la meta alcanzada. El que es ahora nuestra esperanza, será entonces nuestra gloria.
Considera, Iglesia amada del Señor, el misterio de la eucaristía que celebras, y vuelve a pronunciar las palabras de tu oración: “El Señor es el lote de mi heredad… con él a mi derecha no vacilaré”. Entra en el amor que te envuelve: Dios es tu herencia; Dios es tu fuerza; Dios es tu Dios… Las palabras de tu oración se han llenado de significado nuevo: “Se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas”. El salmista de la alianza antigua no pudo conocer esa alegría tuya, no pudo experimentar tu gozo, pues él sólo conoció figuras de las realidades celestes que tú has podido gustar.
Con todo, tú que gozas con la verdad de lo que has recibido, suspiras siempre por alcanzar lo que todavía esperas. Tú sabes del que amas, y gozas ya con su presencia; pero lo ves todavía en su pequeñez sacramental, en su soledad, en su abandono de Amor no amado. Tú sabes del que amas, y él es ya tu dicha, pero sólo puedes abrazarlo pobre, sólo puedes ser feliz con lágrimas, sólo puedes conocer esa amargura dichosa. Y sueñas otro tiempo, deseas otro encuentro, buscas otra dicha: “Me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”. Por eso, con los ojos puestos en el futuro, oras y trabajas para que amanezca el día en que puedas, finalmente, abrazar sólo hambrientos saciados y descubras que Dios es la herencia de los pobres.
¡Ven, Señor Jesús!