Estamos viviendo una anomalía, y no es porque se nos haya confinado en el recinto de nuestras casas, pues enclaustrados han estado siempre los contemplativos, y siempre nos pareció normal que lo estuviesen.
Lo anómalo, lo que cae fuera de lo que hasta ahora hemos vivido, es que nos hayamos enclaustrado para protegernos de los demás y para proteger a los demás de nosotros mismos.
Nos hemos enclaustrado porque yo soy una amenaza para ti, y tú lo eres para mí.
En esa situación, mi modo de ayudarte es que me aparte de ti; tu modo de ayudarme es que no te acerques a mí.
Y también sé –lo sabemos los dos- que si me aparto de ti, no me olvido de ti.
Es como si ahora estuviese contigo –con todos- mucho más de cuanto no lo haya estado nunca, pues te ausenté de mí para ocuparme de ti, y tu ausencia obligada de mi lado ha hecho permanente tu presencia dentro de mí.
Hoy más que nunca, esa presencia me mantiene unido a mi familia, a mis hermanos franciscanos, a mis amigos, a los emigrantes de todos los caminos, a los sin techo de todas las ciudades, a quienes conmigo han celebrado alguna vez la Eucaristía, a quienes conmigo habrían de celebrarla este día si hubiese sido un domingo habitual.
Estamos viviendo una asombrosa paradoja: separados de todos y unidos a todos.
Esa paradoja es verdadera también en nuestra relación con Cristo Jesús, yo diría que lo es sobre todo en esa relación.
Muy probablemente, éste será para ti un domingo sin la acostumbrada Eucaristía con tu comunidad de fe.
Puede que el corazón te sugiera decirle hoy a Jesús las palabras que le dijeron en aquel tiempo Marta y María, las hermanas de Lázaro: “Si hubieras estado aquí”…
Pero tú no se las dirás, porque sabes que en tu abandono, él, tu amigo, está más cerca de ti que tu propia soledad.
Puede que hoy te falte el Pan de la Eucaristía, pero no te faltará el Señor que en ella se te entrega.
Y en el silencio de tu casa, como si estuvieras en el bullicio de tu comunidad, escucharás dirigidas a ti las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí no morirá para siempre”.
Necesitamos oírlas pronunciadas sobre nuestra esperanza, para que a nadie falte el gozo de vivir.
Y necesitamos pronunciarlas también sobre la memoria de quienes ya nos han dejado, para que a nadie falte la certeza de que esos hermanos nuestros nos han dejado para vivir en el gozo de su Señor.
El que dijo: “Yo soy la resurrección y la vida”, resucitando de entre los muertos, ha abierto desde dentro todos los sepulcros. La muerte quedó contaminada para siempre por la Vida.
Y es él, la Vida, el que hoy está contigo, en tu casa, más cerca de ti que tu propia soledad.
Feliz domingo, hermana mía, hermano mío.