En la vida consagrada necesitamos «gente de campo». Personas que sepan leer los signos sin quedar atrapadas por el tiempo. Personas que oteen el horizonte para saberlo interpretar. Es tan necesario como urgente y tan difícil como escaso. En este momento estamos viviendo una «estación» paradójica. Nunca se había dado en la historia reciente. Es una estación que si no contamos con visionarios o visionarias del mañana se reduce a espera, cautela, parálisis o miedo para los precavidos; o en vorágine vacía para quienes, para sentirse vivos, tienen que hacer, exhibirse, anunciar o inundar las redes de mensajes de todo tipo.
La pandemia nos ha desvelado muchas cosas hasta ahora ocultas. La más evidente es que nada será igual mañana, aunque ciertamente habrá buen tiempo. Este largo retiro ha propiciado que se consoliden personas en la vida consagrada con capacidad para observar, proyectar, guardar y proponer. Personas con visión que están empezando a entender por dónde puede ir el renacer de un estilo de vida necesario al que se la ha movido completamente el escenario. No se asusten. Son personas que hoy están haciendo lo que tienen que hacer. Oran y trabajan diariamente para vivir reconciliadas. Responden a aquello que hoy se espera de ellas, pero a la vez, cada vez se sienten más libres respecto a ataduras del pasado, porque hoy ya no les dicen, ni las identifican, ni sienten como urgencia a la hora de expresar su vocación de servicio. Pudiera parecer que estas personas con visión viven desinteresadas o que muestran poco sentido de «pertenencia» porque hablan y viven con conciencia de pueblo de Dios y ya no se emocionan con el glosario anecdótico de la congregación. Sin embargo, quienes viven y buscan la visión del Espíritu, tienen una sana pertenencia, contextualizada y situada, porque entienden la transformación que el carisma debe vivir para poder dialogar con una sociedad que necesita otros gestos, otras palabras y otros estilos de comunión.
Los visionarios y visionarias que pueden anunciar el buen tiempo de mañana en la vida religiosa están perdiendo el miedo a ofrecer qué piensan, qué viven y a qué se comprometen. No hablan de que habría que hacer, lo están haciendo; no hablan de oración, la necesitan y buscan; no hablan de cargos, «canonjías» o elecciones, creen en la misión; no hablan de la necesidad de la sociedad, porque ha cambiado su estatus y forman parte de los necesitados y necesitadas; no hablan de los votos, porque han descubierto el valor de la vida cuando está regalada a los demás; no hablan de los demás, ni murmuran, ni escuchan murmuración alguna, porque han aprendido a disfrutar desde una madura soledad que capta lo mejor de cada hermano o hermana. Los visionarios y visionarias que anuncian buen tiempo para la vida consagrada son personas normales que está forjando el Espíritu en esta pandemia para poder ser aliento de sus hermanos y hermanas en un mañana que hay que diseñar, porque se presenta incierto. Solo ellos y ellas, de momento, han entendido que el mundo ha cambiado radicalmente y no es respuesta para su necesidad el tradicional ejercicio dialéctico de nuestros capítulos, asambleas y reuniones con política de cuotas y poderes repartidos. Los visionarios y visionarias son aquellos que todavía creen, se emocionan y saben que su vida tiene sentido. Por eso no se agarran a fuego a lo conocido, más bien esperan una novedad que solo conoce el Espíritu. Estos hombres y mujeres están, anuncian buen tiempo, no siempre son escuchados, pero el mañana que ya es hoy está diciendo que solo habrá vida consagrada que participe de su visión. Porque, definitivamente, solo quedará aquella vida consagrada que sepa testimoniar que mañana hará buen tiempo.