LUZ

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En este segundo domingo de Cuaresma se despliega ante nosotros la luz de la resurrección anticipada. La vemos por las pupilas atónitas de Pedro, Santiago y Juan, que no entienden, pero que intuyen el sabor de la vida que no tiene fin.

Es en una montaña alta, pero también podía haber sido al lado del mar de Galilea, tan amado por Jesús y los suyos.

En este anticipo de luz, en estás briznas de lo futuro ya presente, también se cuela la Palabra, como al comienzo de todo comienzo. Primero en el diálogo inaudible para los testigos confusos entre toda la historia de la salvación: Moisés, Elías y Jesús. No sabemos nada de esas palabras, quizás lo sepamos algún día, pero en este silencio íntimo se irían desgranando, más que hechos, nombres. Todos los nombres de la historia pronunciados con infinito respeto y ternura, comenzando por Adán y Eva. Quizás, incluso, fuese pronunciado el de Caín después de haber experimentado en su carne marcada que él era el guardián de su hermano, de todos sus hermanos.
Y la segunda Palabra, como en el comienzo de todo comienzo, es la del Padre. Pocas palabras porque no hacen falta más a lo esencial: Hijo, amado, escuchadle. Aquí, otra vez, toda la historia de la salvación, esta vez en su verdad más íntima que produce el temor en los discípulos: un Padre que ama sin límites y que nos pide que escuchemos al Amor de los amores. Y nosotros (como Pedro, Santiago y Juan) seguimos teniendo miedo a la escucha del Amor sin límites que hace todas las cosas nuevas. Y, muchas veces, preferimos vivir en la oscuridad de la norma que mata a otros, en la condena que siempre nace de un sentirse mejores, en lugar de saborear los brotes de resurrección luminosa que brotan de la Palabra millones de veces pronunciada y siempre nueva: Hijo, Amaos, Escuchadle-os.