Lo cierto es que soñé que amanecía y tras una ducha rápida, la casa pequeña en que vivimos se inunda de un inconfundible olor a café. Así el primer «sacramental» de la jornada nos reúne a Andrés, Pedro y servidor en torno a la mesa. A penas son las siete y sin embargo tenemos gana de hablar. Comentamos lo normal de una familia que se encuentra y que tiene por delante un día para construir. Tras el café, pasamos al mini oratorio. Más que por su decoración –que tiene lo imprescindible– es un lugar que nos llena. Tiene una ventana desproporcionada… y así nos regala una vista espectacular de día y de noche. Dice Andrés que tiene imán. Tanto lo repetimos que ya habitualmente nos convocamos en el imán, necesitamos imán o limpiamos el imán. El imán es el centro de nuestra mínima vivienda. Es el lugar.
Tengo que reconocer que Pedro me hace gracia cuando, de repente, en medio de un salmo, dice… «¿cómo no había caído en la cuenta?»… Y así, de una manera sencilla, sin recurrir a lo último leído en exégesis, nos ayuda a todos a caer en la cuenta que, frecuentemente, no solemos caer en la cuenta… Hay una cosa que me llama la atención y es que aunque nuestra jornada dura muchas horas, nunca tenemos prisa. Es verdad que no son pocos los días en los que suena el timbre… Suelen ser Laudes con alarma: bien porque volvieron a ingresar a Juanita, la decana del barrio y alguien tiene que acompañarla; o Antonio que abre prontísimo el rincón de Cáritas, porque el hambre no espera; o los que un día llegaron a nosotros sin «papeles» y hoy son los mejores embajadores, entre sus iguales, de que hay un lugar –nuestra casa– donde antes de mil preguntas, hay una ducha, una taza de café… y escucha. Así una mañana aparece Omar, con Suffi y Claus… Otra, Claus acerca a Demin… Y una cadena de nombres nuevos, miradas vivas, y futuros rotos. Suelen ser la aplicación concreta del «¿cómo no había caído en la cuenta?».
El paso siguiente es que nos perdemos de vista. Dejamos la casa con el eco y los sueños de la incertidumbre de cómo será la jornada por construir. Andrés va rápidamente al comedor social, Pedro celebra la primera misa y yo me voy a acompañar un retiro de hermanas, muy mayores, pero con ganas de empezar algo nuevo. Hoy no podemos comer juntos… pero hemos quedado para encontrarnos a las siete, porque tenemos el consejo abierto de la parroquia. ¿Qué es?, pues eso, consejo –nos aconsejamos– y abierto – sin puertas–. Es una experiencia que nos va muy bien. A nosotros nos sitúa en el lugar adecuado, en medio del pueblo; al pueblo lo sitúa en su sitio, en medio de la responsabilidad. Allí aparecen los que habitualmente están, pero también a quienes en un momento dado quieren decir algo, necesitan algo o proponen algo… Allí se dejan caer quienes, sorpresivamente, se «tropiezan» con nuestra puerta abierta… en una ciudad de puertas cerradas, propiedades privadas y clubs de socios… Lo comentamos muchas veces, la pedagogía de estos encuentros nos está cambiando… El peligro de las comunidades cristianas son las cerraduras, los lugares privados, las posesiones… El aire fresco de espacios compartidos, de escucha de ideas… permite que nazca el compromiso y la disponibilidad. Además, la comprensión paciente de quien repite constantemente; quien se emociona; quien porta su silencio… nos va haciendo entender ese misterio de la Eucaristía que es la comunión del pueblo que encuentra en Jesús, justo lo que necesita y así es como puede iniciar un camino de conversión verdadero.
La reunión acaba a las ocho treinta. Es bueno saber cuándo termina. Quedan mil cosas sin acotar… pero a las ocho treinta es la Eucaristía… Al principio nos quedábamos Dolores y Asunción –de ellas decimos, con humor, que siempre han estado ahí y es verdad–, nuestra comunidad y otras dos comunidades femeninas muy parecidas a la nuestra. Ahora ya es difícil saber quienes nos quedamos… Muchas veces «nos venimos arriba» y tras cantar y cantar… nos dan las diez, en una celebración que recuerda mucho a aquellas visitas sorpresivas de Jesús a las casas y las vidas de sus amigos: Zaqueo, Marta y María… y tantos otros.
Al acabar, rotos por el peso del día, volvemos a la comunidad. Siempre nos pasa igual, entramos en silencio. Siempre Pedro repite lo mismo… «no voy a cenar» y, siempre termina cenando porque Andrés –no sé de dónde saca la fuerza– enseguida inventa algo: un par de cosas para compartir, una risa sobre lo sucedido… una invitación para soñar cómo podrá ser lo mucho que nos queda por hacer… Así pasan los minutos de ese espacio, también «sacramental» de la comunión que nos hace todavía más familia y más hermanos… A mi me toca recordar que conviene dejar algo para mañana porque nos espera un día intenso. Nos acercamos al «imán» para las buenas noches. Cantamos bajito, porque tenemos vecinos que apuran las pocas horas de descanso antes de salir a ganarse –literalmente– «el pan de cada día» solo el pan. Y a las doce, nos vamos a descansar. Nos espera una cama mínima, un recuerdo infinito de las personas que Dios nos presentó en el día… mucho cansancio y mucha felicidad por haber vivido un día que será anuncio de otros.
Tengo sensación de descanso, la fatiga del día se cambió y ahora es un gozo inexplicable de encuentro y gratuidad. De vida con sentido y paz. Y así, en estas, algo me sobresalta – ¿será una lavadora que ahora con la subida de la luz hay que ponerla a funcionar de madrugada?– y despierto… Vuelvo a la realidad y yo, que no suelo recordar los sueños, descubro tres cosas… Una, que recuerdo el sueño perfectamente y hasta el olor a café recién hecho; dos, que Andrés, Pedro y yo no existimos como en el sueño y, tres, que sí existe una vida religiosa que quiere ser y soñarse «como en el sueño». Solo hay que dejarla que despierte.