LOS VIEJOS

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Así nos llamaban antes y no parecía que el apelativo tuviera connotaciones peyorativas. Después comenzaron a dirigirse a nosotros llamándonos “tercera edad” (no sé por qué lo de “tercera”… podría haber sido cuarta o quinta… o “última edad”); los más benevolentes nos dicen que no estamos viejos, que viejos son los muebles, las casas, las catedrales góticas… que, simplemente, “tenemos juventud acumulada”: una especie de acumuladores de años. En algunos lugares “viejo” es el modo de dirigirse a los padres, o a los abuelos… con profundo cariño y respeto, y sin menosprecio alguno. Continúa existiendo el término castellano más hermoso: “anciano”; poco utilizado.

En cualquier caso, el nombre es lo de menos. Lo de más es que “ser viejo” no es tan romántico ni sencillo como se piensa “antes de ser viejo”. En realidad, es una manera de estar en la vida, una forma de ser, una experiencia nueva y por eso, diferenciadora. Es algo similar a ser niño, ser joven , ser adulto… cada etapa de la vida tiene sus propios afanes, una “realidad” propia e inevitable. La vida, simplemente, “es así”: los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren… ¡lo aprendimos desde la escuela!  Ser viejo es un modo característico de estar en el mundo, en la sociedad, en la realidad circundante que se nos va quedando lejana, incomprensible desde nuestro anonimato y falta de protagonismo: inevitablemente más numerosa en jóvenes y adultos, tan distintos a cómo fuimos cuando éramos jóvenes o adultos. Nadie nos enseña, o nos prepara, a ser viejos. No es posible  Como es imposible preparar a un adolescente para ser adulto: se le puede (y se le debe) ayudar, aconsejar, educar… ¡pero finalmente cada uno llega a ser el que es, con muchas variables e imponderables siempre imprevisibles de su periplo por eso que llamamos “la vida”! Pero unos son o somos, más vulnerables que otros, más dependientes que otros, más limitados, más acotados en el quehacer y el pensar diario. Un bebé es alguien absolutamente indefenso y dependiente: solo, no puede ni siquiera sobrevivir. Precisa la dependencia absoluta y total de los adultos, de sus padres. Un anciano, un viejo, es otra cosa diferente: la dependencia de los viejos va progresando -no disminuyendo como en los niños- con el paso de los años, incluso con el paso de los meses. Ser viejo, «estar haciéndose viejo», supone la pedagogía de afrontar el final, aprender a vivir en un vestíbulo que sabemos que tiene fecha de caducidad, y que nos lleva inexorablemente, más tarde o más temprano (afortunadamente no sabemos cuándo) al mundo del misterio de la muerte, del silencio, la frialdad y la soledad infinitas. ¿Eterna?

Ser anciano no es sencillo; supone grandes dosis de aceptación personal, de paciencia y de humildad, de reconocimiento pleno y consciente que cada día es un día más, pero también, un día menos. Es parte del misterio de la existencia, no es una enfermedad, ni un castigo, más bien lo contrario: es agradecer lo que se ha vivido, reconciliarse con la vida pasada que nunca volverá, terminar de cicatrizar las lejanas «heridas del alma», disfrutar en lo posible de las “cosas bonitas” de la vida, contempladas desde más lejos, con vista de pájaro o de dron: desde arriba, desde el tiempo consumido; es «la sabiduría de los ancianos». La fe en el Absoluto se convierte entonces en el único horizonte, en el único sentido de la vida que va quedando para abrirnos a “otra vida” desconocida y prometida, que sólo desde la fe pascual puede sostenerse y sostenernos. Ser viejos “no es malo”, es “distinto”.