LOS OTROS (y 2)

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Las relaciones interpersonales  no siempre son fáciles. Y, sin embargo, no podemos vivir aislados. El confinamiento obligatorio motivado por la pandemia del coronavirus nos lo demostró de una manera palpable, con consecuencias para la salud mental de no pocos. No podemos vivir como anacoretas, recluidos de por vida. La búsqueda de la soledad y el silencio de quienes se aíslan voluntariamente, forma parte de una vocación, generalmente religiosa, muy específica y “vocacional”: en cualquier caso, muy minoritaria. Vivimos en la tensión del “yo” y el “tú”, o del “yo” y el “nosotros”. Nos necesitamos, nos buscamos, y a la vez, nos repelemos, llegamos a sentir como insoportable la presencia de “otros”, o, al menos, de ”algunos”. Es una especie de litigio entre el Uno y el Todo. Entre la búsqueda de la interioridad y la búsqueda de la otreidad, la alteridad. Desde niños, casi siempre de modo inconsciente, hemos padecido esta dialéctica. Tensiones “centrífugas” y, a la vez, “centrípetas”.  Tal vez como los astros, que se atraen y se repelen por fuerzas físicas que, no obstante, permiten la existencia de los mismos.

Esta especie de repulsión hacia lo otro -ya lo hemos dicho- nace del miedo a perder mi identidad, mi “yoidad”. El “yoismo” lo llevamos cincelado en nuestra propia estructura personal. Amar es un verbo “dinámico”, activo, se torna tarea y reto, nos guste o no. Pero odiar, también. Ambos tienen límites imprecisos, infinitos, casi “misteriosos”. En el amor se crece, se estanca uno, o se decrece, se incapacita para ejercitarlo; pero nadie ama “del todo” (sólo Dios “es amor”, creemos los cristianos). En el odio, también, se tira de las bridas para controlarlo, o se le da rienda suelta y se desboca. Tanto el amor como el odio son energías controlables, o mejor, educables. Nunca se ama hasta el infinito: no es posible: el amor tiene confines, los que le adjudican las fuerzas centrípetas del egoísmo y el egocentrismo.  No existe el amor químicamente puro. También el odio debe tener líneas rojas infranqueables, las que aporta el “amor equilibrador”, moderador, hacia “lo otro” y “los otros”, hacia lo que me circunda sin permitir que me ahogue.

El amor, como el odio, son pulsiones antropológicas, son semillas con las que nacemos, gérmenes a cultivar; muchas veces con sufrimiento y dolor. Los sapiens prevalecieron por su dominio, fortaleza, capacidad de superarse en la “lucha de las especies”. Pero también prevalecieron porque supieron socializarse, extender lazos de acercamiento y empatía dentro de la misma especie: se “amaron” para subsistir. Y “lucharon” para subsistir. De aquí, quizás, nos vienen esos “movimientos dialécticos”, genéticos, de los que hablamos; esas dicotomías misteriosas entre amor y odio que todos llevamos dentro. Cuando las pulsiones del “tánatos” dominan las pulsiones del “eros”, cuando somos más “necrófilos” que “biófilos”, entonces vienen el caos, la tragedia, la destrucción, la violencia irracional, el odio desaforado e incontrolable.

Por eso las leyes contra los “delitos de odio” pueden ayudar pero no sanar; como las leyes que favorecen la fraternidad, las relaciones humanas, etc., también son útiles y necesarias, pero no llegan al hondón mismo de la sed de amar y ser amados. Porque las raíces son más hondas, pertenecen al fuero interno del misterio humano, que hace que unos se enreden en las marañas del odio, la destrucción, el rencor, la violencia; y que otros sean capaces de que las semillas del amor prevalezcan y den vida. Es un problema ético. Y un problema de opciones y libertad personal… ¡siempre condicionadas!

Un tema “a educar”. Una educación al amor, a la vida, a las relaciones fraternales, en la que todas las instituciones deben participar a su manera. También la Iglesia, a veces perdida en diatribas doctrinales o rubricistas. Acompañar a la gente para que restañe sus heridas más profundas, para sanar y educar las tendencias a la venganza, al rencor, al resentimiento, a la violencia interior, siempre fue y sigue siendo, por supuesto, “misión eclesial”. Es el centro mismo del Evangelio: Jesús de Nazaret lo entendió muy bien. Hay mucha gente enferma del alma, o necesitada de compañía en una soledad estéril y neurotizada. Gente que necesita comunicarse, ser escuchada, ser comprendida, pensar que su vida puede tener sentido a pesar de tantas cosas. Gente que necesite que el odio reprimido vaya curándose, paliándose, amortiguándose poco a poco. Hay mucho rencor viejo enquistado entre las arrugas del espíritu. Hay que ”sacar fuera”, airear, el dolor comprimido, arrastrado, a veces, desde siempre. Hay que escuchar mucho al otro. Así se cura el odio. Y el miedo al otro. Y el rechazo al diferente. Y se abre uno a la riqueza de la pluralidad sin riesgo ni temor de anular la unidad personal. Entonces “los otros” comienzan a ser “los hermanos” de viaje que, poco a poco, van destruyendo el peor virus, el odio.