viernes, 29 marzo, 2024

Los jóvenes en la vida religiosa

¿Qué debe cambiar en la vida religiosa actual para que pueda hablar a los jóvenes?
¿Qué novedad aportan los jóvenes religiosos a la vida religiosa?
Es clásico lamentarse de la juventud de hoy acusándola de tantas cosas. Los sociólogos y psicólogos, educadores y padres, maestros laicos y animadores vocacionales están fundamentalmente de acuerdo en considerarla una generación cansada y desmotivada, poco generosa y limitada a proyectos de poco horizonte, preocupada por el “aquí y ahora” y con escasa tendencia a apostar por el futuro y a hacer opciones que sean para siempre. La crisis vocacional sería la confirmación más evidente de ese juicio. Y a lo mejor es verdad, pero se corre el peligro de olvidar sistemáticamente que estos jóvenes son hijos de otra generación que probablemente tiene también sus responsabilidades hacia ellos, o han sido educados por educadores que, como mínimo, no han sabido incidir suficientemente en la formación de su personalidad, o se hallan ante una institución veneranda como la vida consagrada, que ya no logra ejercer sobre ellos la misma fascinación.
En esta reflexión quisiéramos ponernos en esta perspectiva, quizás poco frecuente y un tanto inusual en nuestro modo normal (y autodefensivo) de reflexionar sobre jóvenes y aledaños: quisiéramos comprender por qué la vida consagrada hoy ya no atrae a los jóvenes como en otros tiempos, y –de manera más propositiva– qué o en qué tendría que cambiar la vida consagrada para volver a ejercer una cierta atracción sobre el mundo juvenil, particularmente sobre el de nuestros días. Una cosa es segura: hasta que un instituto o la vida consagrada en general no se haga este tipo de preguntas, no tendrá derecho a lamentarse de la crisis vocacional. Más aún, si la vida consagrada es el “espíritu perennemente juvenil de la Iglesia”1, podríamos decir que la relación que una familia religiosa establece con el mundo juvenil, o su capacidad de hacerse comprender por las nuevas generaciones, así como la atención –ante todo– hacia ellas, es uno de los índices más seguros de la fidelidad de vida y de la calidad del testimonio de la misma familia religiosa.
O sea, justo para comprender la importancia de este tipo de reflexión y afrontarla con espíritu constructivo, y no solamente crítico.
He dividido el estudio en dos partes: en la primera trataremos de ver qué debería cambiar en la vida consagrada para que pueda dialogar eficazmente con el mundo de los jóvenes; en la segunda, en cambio, preguntaremos a los mismos jóvenes qué novedades pueden ofrecer a la vida consagrada.

1. Los jóvenes como reto
No cabe duda que los jóvenes representan hoy un auténtico reto para la vida consagrada o quizás, incluso, para toda la Iglesia. Vale la pena escucharles y tratar de responder a algunas exigencias suyas, aunque a veces ellos mismos no son plenamente conscientes de ellas, o no saben expresarlas con propiedad.

1.1. Una propuesta de identidad más clara
Imaginémonos un joven que está decidiendo sobre su propia vida, joven creyente y potencialmente abierto a una perspectiva de consagración. Quien está decidiendo sobre la propia vida se encuentra en un paso fundamental de la propia existencia: no está simplemente eligiendo una profesión u otra, sino que está tratando de definir el misterio del propio yo, lo que está llamado a ser. Está tratando de clarificarse consigo mismo, y por tanto necesita indicaciones claras, ideales, sí, pero comprensibles, que respondan a sus exigencias.
El carisma de un instituto religioso puede jugar un papel importante en ese sentido, puede ofrecer al joven en búsqueda las indicaciones que está buscando. ¿Acaso no es la vocación una manera de ser y de definirse, no presenta en realidad un ideal por el que gastar la vida, no ofrece un punto de referencia definitivo y positivo a la identidad del llamado, un status y un contexto de vida y de relaciones igualmente estables y ricas de sentido? Es inevitable un interés del joven, al menos a nivel cognoscitivo y teórico, por el ideal vocacional. Que a su vez podrá concretarse y profundizarse. Pero a una condición imprescindible: que ese ideal sea claro y preciso, en la teoría y en la práctica, y que no necesite intérpretes especiales, o sea, que el joven lo sienta como significativo, pueda aferrar inmediatamente su sentido positivo y prometedor, y leer en él la posibilidad de dar un sentido pleno a su propia vida, la certeza de haber hallado algo seguro y fuerte, convincente y provocador, por lo que vale la pena hacer una opción para siempre.
Más en concreto, esto podría significar una propuesta carismática con las siguientes características:
a) Precisa, original y completa
No solamente clara, como ya hemos dicho, sino también específica, bien definida sobre todo por lo que se refiere a los tres elementos que constituyen el carisma, o sea, la experiencia mística, el camino ascético y la misión apostólica. Al instituto le interesa delinear con precisión todo esto, porque estas cosas son los elementos que formarán el sentido de identidad del joven, en los que él lee una respuesta a la propia búsqueda de un sentido estable y positivo del yo, o sea, la relación con Dios (= experiencia mística), el estilo de vida en general (= camino ascético) y la relación interpersonal o el don de sí a los demás (= misión apostólica). Es igualmente importante que quede suficientemente claro el lazo de unión entre estos tres elementos, aquella intuición originaria que hace inconfundible todo carisma.
Las ofertas aproximativas, o esas proclamaciones de ideales carismáticos que son la repetición de siempre de las cosas de siempre con la vaga tensión espiritual de siempre, que podrían ir bien para todos, no pueden resultar invitantes para uno que está tratando de dar forma a su yo como realidad única-singular-irrepetible. Todo carisma es originalísimo; si se quiere que tenga algún poder de atracción, tiene que ser presentado en términos igualmente originales.
b) Vivido y coherente
Obviamente, no basta con afirmar que el instituto, por ejemplo, está llamado a servir a los pobres y a los más pobres; al joven en búsqueda tiene que resultarle evidente que esto es lo que hacen los miembros de ese instituto. El joven se da cuenta inmediatamente de las contradicciones entre el ideal y la práctica de vida; mientras que, por otra parte, se siente inmediata y fuertemente atraído por una vida en la que se vive concretamente un ideal, con coherencia y valentía.
Los institutos que tienen vocaciones son aquellos que no necesitan referirse a textos escritos para presentar el propio carisma, sino que simplemente lo muestran con su vida, lo presentan al joven con su testimonio claro, que indica que servir al pobre, para mantenernos en el ejemplo, no solamente es posible, sino que es bello, da sentido a la vida, puede convertirse en una pasión que hace hermosos todos los días de la vida y por la cual vale la pena gastarlos todos.

c) Kerigmática y esencial
Finalmente, esta propuesta carismática tendrá que ser sobre todo kerigmática, o sea, esencial, fundada sobre el Evangelio, expresión de la voluntad de salvación que constituye el sentido más profundo de la vida consagrada en el momento presente de la historia (de salvación), sin tantas contorsiones intelectuales o espirituales, sin desequilibrios ni excesos en el hacer o en la atención a las economías internas. Debe aparecer clarísimamente que el instituto no está interesado en sí mismo, ni siquiera al bienestar psicológico y espiritual de sus miembros, ni a la propia afirmación y tampoco al propio crecimiento, sino solamente al cumplimiento de la voluntad salvífica del Padre, de la cual el instituto no es más que una expresión pequeña, pero veraz. Nos consagramos para la Iglesia, para el mundo, para que se cumpla el designio de la redención. Y, por tanto, la familia religiosa halla todo su significado en ese misterio de muerte y resurrección, del que procede la salvación y que ahora ella anuncia y revive, sobre todo en sí misma. Puede parecer reductivo, pero si la vida consagrada vuelve a anunciar con fuerza el kerigma, Jesucristo muerto y resucitado, y a ser ella misma más kerigmática, sin duda será más escuchada y creíble.

1.2. Mensaje más “joven”
No solamente y no tanto en el sentido de que se exprese en términos más comprensibles, con formas comunicativas modernas, sino que sepa salir al encuentro de ciertas exigencias y esperanzas particularmente vivas, repetimos, en quien está tratando de dar un nombre preciso a su yo ideal.
a) Esperanza de radicalidad
Hay sobre todo una esperanza que condiciona absolutamente todo: la exigencia de dar a la propia vida un sentido elevado, una gran visión, un ideal por el que valga la pena vivir y morir. También esto podrá parecer insólito a más de uno, acostumbrado a ciertos estereotipos juveniles, pero el joven de hoy –más allá de las apariencias– necesita radicalidad, no le sirven para nada las propuestas que, ya desde el principio, saben a sí pero no, medias tintas; no le interesan estilos de vida que parecen canonizar la mediocridad y la búsqueda de la comodidad.
Y también aquí tenemos la demostración vocacional: las congregaciones con mayor respuesta vocacional son las que miran muy en alto, las que no tienen miedo de pedir a los jóvenes el máximo. Donde están naciendo nuevas formas de vida consagrada, sobre todo si se caracterizan por un compromiso radical, ya se sabe que los jóvenes las prefieren a las formas tradicionales. El fenómeno presenta aspectos que necesitan una clarificación, así como, a veces, hay que corregir la mirada, pero es indudable el significado de la esperanza juvenil de la calidad de vida y del testimonio de todo instituto religioso. No seamos ingenuos, pues a nadie le atraen las medias tintas ni la mediocridad. La crisis vocacional es siempre y sobre todo crisis de la calidad de la vida consagrada misma.
b) Búsqueda de la alegría
Esta esperanza es absolutamente comprensible e incluso obvia. Pero ponemos el acento sobre ella porque con frecuencia parece ignorada, cuando no contradicha por el testimonio de vida de tantos consagrados y consagradas, que a veces son “tristes observantes” (oprimidos por una malentendida idealización de la renuncia), y otras veces son simplemente indiferentes, incapaces de gozar a causa de la ausencia de una educación de los afectos y de la sensibilidad.
El sheol no atrae a nadie, y si por casualidad atrajera a alguien, como ha sucedido en nuestra historia, no se trataría de una verdadera vocación, sino de una torpe interpretación del ideal de perfección, e incluso una manifestación de una cierta forma perversa de masoquismo.
El testimonio de la alegría va unido, particularmente, a la vida fraterna, y así no depende solamente de una persona (entre otras cosas porque es difícil y sospechoso estar contento solo), sino de toda la fraternidad; y como tal, produce un extraordinario impacto sobre el joven que busca felicidad, frecuentemente sin encontrarla.

1.3. Testimonio más comunitario
El joven no busca una felicidad cualquiera y venga de donde venga; sino que busca aquella felicidad que se hace visible en una comunidad de personas; se siente impresionado por el hecho de que unas personas que no se han elegido mutuamente puedan dar vida a una fraternidad más fuerte que la natural y de sangre. En unos tiempos en los que el otro es rechazado y marginado, en los que se ha llegado a acuñar una curiosa expresión (“extra-comunitario”) para indicar al extranjero como algo que está “extra”, fuera del propio círculo, el joven tiene que sentirse necesariamente tocado por el testimonio histórico de la fraternidad de la vida consagrada, siempre que sea verdadera fraternidad, en una comunidad que no se preocupe solamente de hacer el bien, sino sobre todo de “quererse”.
Desde este punto de vista, la vida consagrada, si quiere decir algo interesante al joven, tiene que recuperar absolutamente su propia raíz fraterna, pero también tiene que atreverse a proponerla nuevamente con términos y formas originales. Hay, por ejemplo, formas tradicionales de compartir la experiencia del pecado y de la debilidad personal (como el capítulo de culpas), que, con las oportunas modificaciones y actualizaciones, pueden ayudar enormemente a la fraternidad a integrar el mal, y a hacer verdaderamente de la experiencia de la propia fragilidad un momento de gracia y de crecimiento comunitario2.
Por no hablar de la propuesta de la santidad comunitaria, verdadera inversión de tendencia sea de la idea de santidad, ya no entendida como un asunto del todo privado, sea de la idea de fraternidad, que implica la libertad y la seriedad de asumir el peso del otro, de sentirse responsable de su camino de crecimiento.

1.4. Vida consagrada más extrovertida y “espiritual”
La actitud juvenil pide también a la vida consagrada que deje de pensar la relación con el mundo y la historia, con los laicos y hasta con la Iglesia, por lo menos en ciertos casos, en términos defensivos, como si la vida consagrada tuviera que defenderse de quién sabe qué contaminación; o como una relación unidireccional, como si la vida consagrada fuese la benefactora que solamente tiene que dar; o como una simple relación de intercambio material, como si la vida consagrada dispusiera sencillamente de una serie de servicios que tiene que ofrecer en beneficio de esos diferentes sujetos. No. El primer y más importante don que la vida consagrada puede y debe hacer al mundo y a la historia, a los laicos y a la Iglesia, es exactamente el de su espiritualidad, de esa sabiduría que viene de lo alto y que la vida consagrada ha recibido solamente para poderla donar a todo hombre y mujer. El primer pan que hay que partir es el que sacia el hambre espiritual, que hoy sigue estando presente, aunque a veces de manera escondida, y que precisamente el consagrado debería saber reconocer y al que debería saber responder. Poniéndose humildemente al lado de quien busca a Dios, aun sin saberlo. Como el servus lampadarius de los antiguos romanos, que tenía una tarea particular: preceder a su señor iluminándole el camino con una antorcha bien alta. No iluminaba todo el camino, sino solamente el tramo que estaba recorriendo. Caminaba junto a su señor, pero ligeramente delante de él. Así tiene que ser la vida consagrada en relación al mundo, llamada a llevar la luz sobre todo al corazón del hombre y en sus verdaderos deseos, y a iluminar ese poco de camino suficiente para caminar cada día hacia la verdad. Con la misma discreción y disponibilidad del servus lampadarius, que ofrece luz, pero no es él la luz3.

1.5. A nivel institucional-comunitario
Existen también posibles y oportunos cambios a nivel institucional, en la concepción y estructura de la comunidad. Los jóvenes de hoy, por ejemplo, aceptan con dificultad vivir en grandes estructuras, donde todo es gris y anónimo, todo se ve en función de la obra (“el ídolo de las obras”) y el individuo particular corre el peligro de sentirse solo como un pequeño engranaje del todo. A los jóvenes de hoy, acostumbrados a la comunicación inmediata, les cuesta soportar situaciones de vida donde se hace difícil y complicado relacionarse, donde hay que seguir, por fuerza, una serie infinita de pasos y respetar todas las pequeñas y grandes jerarquías. La forma de vivir preferida por los jóvenes es la que se parece a la de una familia, donde las relaciones no están demasiado determinadas por las funciones o las tareas, donde puede darse la relación y el intercambio con el exterior, para recuperar cada vez más las dimensiones normales de la cotidianidad: desde las tareas domésticas hasta el cuidado de la casa, para que esté bonita y ordenada, desde la capacidad de sobriedad y discreción hasta el uso responsable de las cosas que son de todos, desde el ritmo humano en la organización de la jornada hasta una cierta elasticidad en el intercambio de los papeles y las tareas. Algunas casas de comunidades religiosas masculinas son, desde este punto de vista, un verdadero antitestimonio, parece una casa de vecinos, habitada por inquilinos que se ignoran, y cuyos espacios comunes dan una idea de incuria y descuido, que no animaría a nadie a acercarse y menos aún a pensar en vivir en ellos4.

2. Los jóvenes como don
En esta segunda parte continuamos nuestra reflexión viendo en concreto lo que los jóvenes podrían aportar a la vida consagrada, aunque ya hemos encontrado implícitamente algunas indicaciones en este sentido.

2.1. El sueño de los orígenes
Se ha dicho que la vida consagrada solamente es auténtica y atrayente “en las fase naciente”, o sea, en los primeros años de existencia de un instituto. Si esto es así, los jóvenes son, de alguna manera, la expresión continua de esta “fase naciente”, porque lo que están buscando y deseando, aunque sea a tientas y confusamente, es precisamente el entusiasmo y la radicalidad de los inicios: “… quieren volver a vivir también ellos, en la Iglesia y en el mundo presente, lo que vivieron los primeros hermanos y hermanas, en otros tiempos, junto al fundador o la fundadora”5. Y si a veces parece que alguno de ellos reniega esa identidad, frecuentemente sucede a causa de una falta de acogida no por parte de quien es anciano por haber vivido un cierto número de años, sino de quien es viejo por haber abandonado el propio ideal6. Por eso, como decía al inicio, la relación que se establece con los jóvenes y sus expectativas, muestra normalmente… la edad de una familia religiosa, o sea su juventud psicológico-espiritual, o su capacidad de ponerse en crisis, de buscar formas cada vez más auténticas de testimonio y de servicio con fidelidad creativa. Puede haber institutos antiguos que sean a la vez muy jóvenes y, al contrario, instiutos nacidos hace poco y ya viejos.

2.2. El sueño del futuro
“Solamente han logrado cambiar el mundo aquellos que se han atrevido a soñar”7. No se trata, ciertamente, de idealizar, visto que nuestros jóvenes de hoy a veces también tienen sueños sin consistencia, huyendo de la realidad, flotando en el mundo ilusorio de lo virtual, pero no cabe duda que solamente de los jóvenes puede venir esa peculiar manera de mirar la vida que deja espacio a la novedad y a la utopía, a la tensión hacia lo imposible, a la aspiración hacia el nivel más elevado de posibilidades realizadoras. En este sentido, la aportación de los jóvenes a la vida consagrada en el momento presente de incertidumbre por lo que se refiere al futuro, de dificultad a la hora de decidir las intervenciones más necesarias, de constatación de la sonora desproporción entre la pobreza de nuestras fuerzas y la vastedad de los problemas…, podría ser muy significativa para superar la “vieja” tentación que se presenta siempre en estos casos, o sea, cerrarse, obstinarse en repetirse, dejarse dominar por el temor de arriesgar, no fiarse ni de Dios ni de sí mismos, resignarse (a tener, quizás… una buena muerte). Hay, por lo general, una cierta reciprocidad entra las dos actitudes: cuanto más nos fiamos de Dios, mayor es la capacidad de escuchar a quienes, como los jóvenes, podrían disturbar una cierta inercia y pereza. Para, a continuación, abrirse a la imposible posibilidad de Dios.

2.3. Conjugar el “semper” y el “novum”
En todo caso, los jóvenes son los representantes de la cultura del momento presente, exactamente la cultura con la que la vida consagrada tiene que confrontarse, porque es precisamente en esa lengua en la que debe aprender a decir y repetir las riquezas de su espiritualidad, ofreciéndolas como ricas de sentido para todos. A este respecto, los jóvenes provocan a la vida consagrada en dos direcciones, que corresponden a otras tantas tentaciones (unidas entre sí, por lo demás) que hay que evitar: la de contentarse con repetir y repetirse, utilizando siempre los mismos contenidos e incluso el mismo lenguaje (religioso), y la de no saber captar en la cultura circunstante un estímulo y una provocación a profundizar el propio mensaje, a decirlo en esa lengua, a descubrir aspectos nuevos. Es el reto de conjugar el “semper” y el “novum”. Que probablemente representa el verdadero secreto de la renovación de la vida consagrada hoy.
La cultura juvenil viene a recordar a la vida consagrada que, por una parte, el lenguaje que seguimos usando, impertérritos, es un lenguaje muerto, que nadie entiende ya fuera de nuestros ambientes cerrados, y menos que nadie los más jóvenes. El lenguaje que hoy hablan naturalmente los jóvenes es diferente, es el de la secularización, una especie de lengua materna para ellos, que no está demostrado que no pueda servir para trasmitir el mensaje cristiano. Y así la vida consagrada se encuentra ante una alternativa decisiva: “aprender” esa lengua, por lo menos lo que basta para decir con estos términos el don recibido, o ignorarla (quizás demonizándola) y pensar que sea una misión imposible. Pero en este segundo caso, se acaba hablando un lenguaje incomprensible y proponiendo un cristianismo de otros tiempos.
En este sentido, el joven consagrado juega un papel importantísimo, ya que, idealmente, reúne en sí las dos dimensiones del mensaje cristiano: el “semper” del dato revelado, de esa Palabra que es “estable como el cielo” (Sal 118, 89), y el “novum” de la historia de todos los días, en la que esa Palabra se encarna misteriosamente. Pero esa unión no es una operación sencilla ni automática; supone una educación paciente, que el joven y el no tan joven solamente podrán llevar a cabo juntos. Caminando juntos desde Cristo8 una y otra vez como si fuese la primera, porque en Él, Verbo del Padre y de la vida, estos dos aspectos se funden armónicamente y de manera siempre nueva. “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13, 8) ¡y es también nuevo e inédito cada día!
Por eso solamente juntos será posible llevar a cabo la renovación de la vida consagrada hoy, con la colaboración de todos los grupos de edades: de la sabiduría del anciano y el entusiasmo del joven, del realismo de quien ha ofrecido a Dios toda su existencia y el idealismo de quien se prepara a hacer la misma ofrenda, de la prudencia calculada del adulto y el valor arriesgado del joven.
Por eso hay que mirar con gran preocupación no solamente el descenso del número de jóvenes, sino también el de su calidad.
¡Hoy más que nunca necesitamos jóvenes consagrados que sean verdaderamente “jóvenes”!


1 Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional de religiosos y religiosas jóvenes, Roma, 30 de septiembre 1997.
2 Me permito remitir, por lo que se refiere a la metodología de la revisión de vida, así como de otros instrumentos de integración del bien y del mal, a mi obra “Come olio profumato”. Strumenti di integrazione comunitaria del bene e del male, Milano 1999, pp. 306-351.
3 P. Louf llega a decir paradójicamente en este sentido: “Somos verdaderamente esplendor de Dios sin saberlo, y, la mayor parte del tiempo, sin haberlo pretendido. Puede suceder que se camine a tientas en la oscuridad, pese a ser fuente de luz para los demás” (cit. en Messa quotidiana. Riflessioni di Fr. MichaelDavide, Bologna 2009, p. 261).
4 Cf. A. Cencini, “Guardate al futuro…”. Perché ha ancora senso consacrarsi a Dio, Milano 2010, pp. 100-101.
5 V. De Couesnongle, Accoglienza e formazione dei giovani nelle comunità religiose, Leumann 1977, p.9.
6 Decía el general McArthur: “los años trazan surcos en el cuerpo y resecan la piel, pero la renuncia al ideal los traza en el alma”.
7 M.A.Ogola, Il fiume e la sorgente, Cinisello Balsamo 1997.
8 Cf. Novo Millennio Ineunte, 29-41.

 

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