viernes, 26 abril, 2024

LOS CURAS (y 6)

El mundo iba a cambiar, ya estaba cambiando hacía años. El nuevo año 2000, que era también nuevo siglo y nuevo milenio, apuntaba a un intenso y profundo cambio estructural. Como comenzó a decirse: “ya no podemos hablar de una época de cambio sino de un cambio de época”. Y en este cambio de época, este movimiento brusco de placas tectónicas humanas que buscan un nuevo sitio chocando unas contra otras, una especie de hastío de todo y de cansancio cultural y religioso generalizado, se encontraron, se encuentran, los curas de hoy. Los que nacieron en esos convulsos, esperanzadores y tal vez frustrados o infaustos últimos decenios del siglo XX, aunque la mayoría de ellos ni los conozcan ni los recuerden.  Como dice otro autor: “cuando sabíamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas”. O como recordaba hace años el fallecido cardenal Fernando Sebastián: “no es que nos rechacen, es que no nos quieren”. ¿O también hay rechazo? Estos “otros curas jóvenes de hoy”,  no son ni “los nuevos curas” de Michel de Saint-Pierre, ni los “curas comunistas” de Martín Vigil, de 1965. Son los curas milleniums, distintos, novísimos, inmersos en el bregar de una cultura que, tal vez, ni conocemos ni entendemos del todo, en la que, aparentemente, “no tenemos noticias de Dios”, como décadas atrás opinaba Ortega y Gasset.

Este es el caldo de cultivo donde se generaron y donde viven los curas de esta tardomodernidad, extremadamente laicista y acerbamente anticlerical. En realidad, sociológicamente hablando, ya no existen “los curas”, como sector significativo de la sociedad actual. No suponen ni siquiera una minoría notable en el concierto socio-cultural actual.  Se habla de “curas” con ocasión de acontecimientos puntuales, generalmente negativos, que puedan resultar mediáticos y peyorativos hacia lo religioso en general, inmersos como toda la Iglesia, en una nebulosa de anti-clericalismo, falta de credibilidad y hasta cierta agresividad en algunos sectores sociales. Los curas de hoy han perdido mucho del prestigio y la influencia  social anterior al Concilio, o si se quiere, anterior a la Transición política española, dada la curiosa -o no tanto- coincidencia de ambos acontecimientos eclesial y político. Las razones son algunas de las antes apuntadas, sin olvidar la infección mundial y detestable de la pederastia, que tanto daño ha hecho y sigue haciendo a la Iglesia universal. Junto  a esto, escándalos financieros, a todos los niveles, luchas de poder intraeclesial, posturas morales rechazadas por muchos, y el mismo modus vivendi de los sacerdotes (“vives como un cura”; “los curas lo ganan cantando”)  tan distinto al del resto de sus conciudadanos, ha dado lugar a un declive social, a una pérdida sustancial de confianza que sobrepasa al mismo clero incapaz de recuperar un cierto status positivo e influyente en la sociedad de hoy; no sólo en España sino incluso en la mayor parte de la antaño “católica Europa”. Tampoco contamos con personalidades eclesiásticas de suficiente talla intelectual, filósofos, teólogos, influencers, diríamos hoy; solamente algunas personalidades aisladas centradas en lo social, en la ayuda a emigrantes o a pobres de solemnidad, e instituciones como Cáritas, conservan una imagen plausible y aceptable por la gran mayoría de nuestros congéneres. No creo que ésta sea una visión pesimista, sino un reflejo –ciertamente imparcial- del rol del cura de hoy.

Los novísimos curas de hoy, pueden parecerse a los pre-conciliares, con mentalidades tradicionalistas o conservadoras en buena medida: serían los pre-modernos anacrónicos, pero son distintos a ellos, obviamente; a su vez, tampoco “se parecen” a las generaciones post-conciliares, sin dejar de tener tics modernistas y avanzados en determinados casos y situaciones; son, sencillamente, distintos, novísimos, aunque hayan recuperado la sotana o el clerman, o simplemente vistan de paisano. Estoy casi convencido de que estos curas novísimos, que no vivieron ni el Concilio, ni la etapa del franquismo ni prácticamente  los primeros años posteriores a la Constitución de 1978, apenas conocen a plenitud cómo era la Iglesia universal, antes y después del Vaticano II: no tienen perspectiva histórica porque pertenecen a otra generación. Ser cura hoy, en Europa y otros lugares, es mucho más difícil que lo que significaba ser cura en los años 50 (pre-Concilio) o incluso en los esperanzadores   65-95 (post-concilio). Tengo la convicción de que “todo aquello” lo perciben como  un pasado muy lejano, casi medieval, que se puede estudiar en los libros de historia de la Iglesia contemporánea o conversando con alguno de los pocos curas post-conciliares, ancianos la mayoría, que van quedando, pero que no tiene nada que ver con lo que ellos ahora están viviendo. Y lamentablemente, padeciendo. No toda la responsabilidad de este desconocimiento intelectual de la historia pasada inmediata, debe imputarse a ellos. Los obispos, -la mayoría de los actuales, pertenecientes a las generaciones inmediatamente post-conciliares- tienen también su cota de responsabilidad en esta anemia histórica de la Iglesia del “pasado reciente” que sufre nuestro clero “novísimo” y que intuyen como un “pasado imperfecto”.

Guardo una empatía especial hacia nuestros novísimos sacerdotes, los curas “jóvenes”, menores de 50 o 60 años.  Son muchos menos numéricamente, no gozan del apoyo social que sin duda merecen, y, sobre todo, tengo la sensación (es sólo una intuición) que andan como “perdidos” o “perplejos”, en sintonía con la Iglesia institucional; guarecidos en el culto como el lugar más seguro y hasta cómodo. El “fenómeno” Francisco ha desconcertado a no pocos. Y la fisura entre las “dos Iglesias”, de la que hablaba en otras entradas, se hace cada vez más dolorosa e incisiva. Los curas novísimos no acaban de encontrar su lugar en la sociedad. La pastoral ha cambiado porque la realidad es otra. Presiento menos ilusión, mayor cansancio, los “curas quemados”, como dicen algunos. La escasez de clero lleva a los obispos a una nueva redistribución del ministerio sacerdotal que consiste en “dar más pueblos y parroquias”, a “repartir” el trabajo entre los que van quedando, a veces camuflado en eufemismos pastorales como “nuevas unidades pastorales”, etc.

Modesta y respetuosamente opino que nuestros obispos tienen que “ocuparse” más de sus sacerdotes. No vale aquello de “querido y lejano señor obispo”. Tiene que haber mayor contacto, más sintonía, más diálogo, menos secretismo, más participación de todos los sacerdotes en la gestión de una Iglesia local. ¿No empieza por aquí la sinodalidad? Si los curas no viven una praxis realmente “sinodal”, el Sínodo se quedará en un intento fallido y un documento más. La sinodalidad comienza en el corazón de nuestros pastores con sus curas y de éstos con los laicos. La sinodalidad es tan antigua como la historia de la Iglesia. ¿Conseguiremos ponerla en práctica en el próximo Sínodo?

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