Un buen número de personas quiere cambio y quiere cambiar. Hablan de ello, lo piensan, e incluso se atreven a reiterar que las cosas «no pueden seguir como están». Un buen número de esas mismas personas jamás cambiará una coma de su estilo de vida, quizá adormecidos y adormecidas en una estructura agotada que se protege para que nada cambie. Podría pensarse que estoy denunciando una incoherencia, pero no es mi intención. Lo que pretendo es desbloquear lo que a mi modo de ver está impidiendo la transformación y el descubrimiento del liderazgo evangélico. Se trata de la fractura de la comunión. Una realidad que podemos asumir como «normal» cuando en realidad es una anomalía.
Hablar de liderazgo evangélico es hablar de vocación de comunión. Y la comunión está herida. Sanar la comunión exige mucha valentía y habilidad, y no suele darse porque el liderazgo está más ocupado en organizar eventos que en testimoniar vida. Así hemos aprendido a vivir juntos o juntas… como si la dinámica de convivientes fuese ya un triunfo y no una costumbre, una inercia o pura organización.
Sin embargo, una cosa es vivir juntos y otra tener vida comunitaria. Esta es una capacidad que se tiene o no; se recibe y crece; es un don original, una llamada que no se puede dar por supuesta o lograda por muchos años que una persona lleve en un ámbito religioso o eclesial. Voy descubriendo que hay convivientes que no están llamados a vivir en comunidad y hay espacios, denominados comunitarios, con pasillos, horarios y «rituales» comunes, que tienen muy poco de comunión.
Percibo que nuestro problema es doble. Por un lado, los años acumulados –que son muchos– con la experiencia enquistada y la voluntad de «supervivencia» que tiende a identificarse con formas y estilos reiterados que, aunque estén vacíos, los consideramos mejores que su ausencia. Y por otro, la pretensión de adoctrinarnos diciéndonos en qué consiste la «auténtica comunión». Bien porque nos remitimos a «citas y textos de autoridad», bien porque empapados en una suerte de paroxismo nos erigimos en modelos de comunión.
Nos estamos jugando mucho porque el tiempo no se detiene y el desgaste es muy notable.
Si la comunión está herida, el liderazgo se reduce a administrar causas pequeñas, exhibir poder, repartir prebendas a los próximos o próximas y arbitrar conflictos… Pero no nos engañemos, una comunidad herida no tiene capacidad para discernir, para pensarse evangélicamente y, en consecuencia, no urgirá el crecimiento de cada uno de sus miembros. Se conformará con que las personas estén, vivan y «no molesten». Y ese no es el mejor clima para un liderazgo evangélico.
Es el momento del «todo en común» y del «todos apasionados y apasionadas por una causa». Habrá que discernir qué es lo común y cuál es la causa. Y habrá que dejar que el discernimiento sea libre, fresco, valiente y sincero. Habrá que desaprender. Volver creer en un todos, integrador e inclusivo. Un todos real. Habrá que empezar escuchándonos, recibiéndonos sin juzgar el trayecto que cada persona está haciendo. Habrá que agradecer el don de la vida como es y como viene. Y habrá que renunciar a la tentación de «decir y poner en papel» cómo tiene que ser. Habrá que renunciar a tantos verbos del pasado y aprender a conjugar la consagración en presente.
Estoy seguro de que si optamos por un clima con oxígeno nacerá otra comunidad con líderes que sepan serlo, sin tensión por buscarse a sí mismos o mismas, con proyecto de Reino, sin necesidad de brillar. Serán líderes contentos y contentas de servir y escuchar. Líderes del silencio y el saber estar. Tan necesarios como poco frecuentes.