También nosotros queremos, a menudo, salvar nuestra imagen en el plano individual y las estructuras en el plano comunitario. Tenemos la tentación de hacer el censo de nuestros bienes, incluso espirituales, no para preguntarnos cómo utilizarlos para ser más libres y entregarnos más plenamente, sino para obtener con ellos más beneficios y poder.
En occidente vivimos un estado de vida acomodado. ¿Qué nos falta? Siempre hay algún pobre que viene a nuestro encuentro y nos plantea algunas preguntas. Sin duda, muchas veces nos esforzamos por vivir sin nada propio y nos contentamos con lo necesario, renunciando a las seguridades; pero solemos pensar más sobre lo que sucede con los bienes en torno a nosotros que en nuestra vida personal. No buscamos una alternativa evangélica que nos oriente. ¿Qué hacemos con los conventos abandonados o habitados por pocas personas que viven con dificultades? ¿Cómo podríamos ahorrar el tiempo que perdemos detrás de estructuras vacías? ¿Cómo podemos acoger la invitación del Papa a dar todo a los pobres y compartir su precariedad concreta con la esperanza en el corazón?
Viviendo sin nada pedimos al Espíritu que haga arder la tierra concreta de nuestras historias particulares para volver a visitar nuestro modo de ser, experimentando incluso la incógnita del futuro entregado a Dios. En cada acción, en la escucha y en el silencio, estamos llamados a esperar al Señor que viene. Jesucristo nos pide caminar sobre las aguas con una invitación certera: “¡No tengáis miedo!”.
Si queremos vivir pobres como Jesús, en la Iglesia y en la sociedad, necesitamos descubrir si Dios es verdaderamente la riqueza de nuestra vida y si compartimos realmente la vida de los pobres. El fin último de la pobreza es vivir con cada persona relaciones evangélicas; pero, para que esto sea posible, es necesario que nos liberemos de todo lo que obstaculiza el encuentro místico con el otro.