«Eres valiosa para mí y te quiero» (Is 43,4)

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Parece necesario hablar sobre un presupuesto fundamental para la felicidad: todos tenemos necesidad de sentirnos valiosos. Valía personal enraizada en nuestra dignidad, hecha de autoestima, autoaceptación, conciencia de historia personal única e irrepetible… acechada también por la posibilidad de afianzamientos inconsistentes basados en el poder y el tener.
Somos creyentes, religiosos, mujeres y hombres seducidos por el Dios de la vida, seres humanos siempre en camino, en busca de sentido… ¡Eso basta para ser felices! Sin embargo, siempre necesitamos de lo humano más humano: saber y sentir que valemos. Pero es que dentro de lo humano se entraña lo divino. Sí, atisbamos lo humano y lo divino entretejido en esa nostalgia que nos acompaña por el misterio siempre insondable:
«Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el seno materno. Te doy gracias porque eres prodigioso; soy un misterio, misteriosa obra
tuya…» (S 139,13-14); «Así dice el Señor, el que te creó, el que te formó: No temas, te he llamado por tu nombre… yo te aprecio y eres valioso y yo te quiero» (Is 43, 1-2. 4).

¿De qué está hecho este «sentirnos valiosos»?
Detrás de esta pregunta subyacen otras: ¿Y yo, quién soy? Más allá de mis roles, de mi misión, de mis responsabilidades, de mis éxitos y de mis fracasos… ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi autopercepción, cómo es mi autoconciencia? Y sobre todo, ¿cómo me siento con esta imagen que tengo de mí mismo? Mientras la vida va pasando, ¿vivo realmente? ¿Soy feliz? ¿Cuál es el sentido de mi vida?

Autoestima
La psicología nos habla de la autoestima como de algo fundamental para ser felices. Una persona que reconoce y honra su dignidad tiene una concepción y una valoración adecuadas de sí misma.
Nathaniel Branden habla de seis pilares fundamentales1 para hacer posible la autoestima:
– La práctica de vivir conscientemente, que supone respetar la realidad sin evadirla ni negarla, ser capaces de observar nuestro mundo interno y externo. Vivir conscientemente implica estar presente en lo que hacemos mientras lo hacemos, en lo que vivimos mientras lo vivimos. La falta de conciencia ordinaria es fuente de -escontento.
– La práctica de aceptarse a sí mismo, que entraña la capacidad de comprender nuestras potencialidades y de aceptar nuestros errores.
– La práctica de asumir la responsabilidad de uno mismo, que implica reconocer que somos autores de nuestras decisiones y de nuestras acciones, de la realización de nuestros deseos, de la elección de nuestras compañías, de cómo tratamos a los demás, de cómo nos tratamos a nosotros mismos y, en definitiva, de nuestra propia felicidad.
– La práctica de la autoafirmación, por la que aprendemos a respetar nuestros deseos y necesidades y a buscar la manera adecuada de expresarlos. Implica cuidar nuestra dignidad en las relaciones con los demás, ser auténticos, hacer valer nuestras convicciones, valores y sentimientos, y comunicarnos asertivamente.
– La práctica de vivir con propósito, que supone asumir la responsabilidad de identificar nuestras metas, llevar a cabo las acciones que nos permitan alcanzarlas y perseverar en ellas. Las metas organizan y centran nuestras energías, le dan significado y estructura a nuestra existencia; si no las tenemos, estamos a merced de nuestros propios impulsos o de las acciones de los demás.
– La práctica de la integridad personal, que se fundamenta en la congruencia entre lo que pensamos, decimos y hacemos. Entonces se produce en nuestro interior un resultado más importante que la aprobación de los demás: la aprobación de mí mismo.
Quizás convendría preguntarnos cómo se hacen realidad cada uno de estos pilares en nuestra vida cotidiana. Y caer en la cuenta de que, cuando no estamos contentos con lo que somos, con cómo vivimos… sobre todo cuando esto se da a nivel inconsciente, es muy probable que busquemos compensaciones que llenan nuestro vacío y que nos hacen vivir sin autenticidad.
Según Alfred Adler, el ser humano, desde que nace, experimenta un sentimiento de inferioridad con el que tiene que enfrentarse toda la vida. Cuanto más fuerte es ese sentimiento, la persona se afianza más en la dominación, en el sueño de la omnipotencia. La compensación se convierte entonces en una estrategia por medio de la cual la persona encubre su debilidad, su frustración, su sentirse inadecuada e incompetente, a través de una apariencia de omnipotencia.
En la medida en que estamos sobresaturados por la insatisfacción, la inferioridad, las comparaciones… tenderemos a centrarnos en nosotros mismos. Si sentimos que la vida y los demás nos están quitando las posibilidades de existir, optaremos por focalizar nuestra atención y nuestras energías en nosotros mismos, soslayando a las demás personas y volviéndonos incapaces de ampliar nuestros horizontes.
Este egocentrismo se puede manifestar de diversas maneras:
– Personas dominantes con tendencia a ser agresivas, a imponerse sobre los demás, a pasar por encima de ellos con tal de lograr tener el dominio.
– Personas dueñas de sus pequeños mundos, incapaces de soltar lo que consideran suyo.
– Personas que pueden llegar a ser sarcásticas y sádicas para quedar por encima de los demás.
– Personas que se agreden a sí mismas con todo tipo de adicciones: alcohol, juegos, sexo, consumismo, trabajo…
– Personas que se hacen dependientes, con diversos niveles de sumisión, de sujetos más fuertes, y que necesitan de su palabra, de su opinión, de su atención, de su apoyo incondicional.

Conocimiento propio
En el camino cotidiano de crecimiento en autoestima y autoaceptación es importante descubrir existencialmente, poder tocar con nuestros sentidos el valor inestimable de la persona en sí misma. Virgina Satir dice: “Yo soy yo, en el mundo no hay ninguna otra persona igual a mí”. Hacer experiencia de esta “originalidad” es fundamental para recrear el sentido de valoración personal. Hacer experiencia de esta unicidad supone haber pasado –continuamente pasar– por un auténtico proceso de conocimiento propio.
Si sólo nos conocemos superficialmente, vivimos prisioneros de la falta de autenticidad, de la negación de quienes somos realmente, de la incapacidad de mirarnos y mirar a los demás con una mirada compasiva. De alguna manera bloqueamos la luz que podría emanar de nosotros mismos y permitimos que nuestras energías se dirijan a mantener el status quo en vez de generar transformaciones personales y contextuales; atrofiamos nuestra capacidad de reflexionar y de aprender de las experiencias vividas.
Aprender continuamente a conocernos implica abrirnos al misterio que llevamos dentro y a experimentar un profundo sentido de perdón, ternura y sabiduría con nosotros mismos, con los demás, con la vida. Para todas las tradiciones místicas es fundamental adentrarse en este camino. Si te conoces en lo más profundo de tu ser, también allí aprenderás a valorarte y a conocer el Misterio que te habita. Así lo expresan quienes lo experimentaron:
“Toda perfección y toda virtud procede de la caridad. Ésta es alimentada por la humildad, que, a su vez, tiene su origen en el conocimiento de sí mismo… Quien esto alcanza ha debido ser perseverante y estar en la celda de conocimiento de sí”2.
“No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quien somos. ¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es, y no se conociese ni supieses quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos, y así a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas. Mas qué bienes puede haber en esta alma o quién está dentro en esta alma o el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan poco procurar con todo cuidado conservar su hermosura…”3.

La persona, imagen de Dios
Carl Jung define el Sí-mismo como “imago Dei”, imagen de lo divino en la persona. La Divina Presencia que habita en el hondón de cada persona. Ya Teresa de Ávila decía que el alma es “como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas (…) unas en lo alto, otras en bajo, otras a los lados; y en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma”4.
Cuando retomo la palabra “alma”, no hago mía una concepción dualista de la persona. Alma es ese hilo vital que se entrelaza con todo lo que somos, aliento de vida que mantiene vivo el sentido. Por eso mientras dos hombres cosechan, uno será llevado y otro se quedará; mientras dos mujeres amasan, una será llevada y otra se quedará (Cfr. Mt 24, 40-41). No vendrá alguien a llevarlas o a dejarlas; lo que hará que permanezcan y honren la vida es ese hilo vital, esa fibra de sentido, la manera de mirar, en definitiva el alma, la divinidad de Dios injertada en nuestra humanidad:
“…Tú, alta y eterna Trinidad, como ebrio y loco de amor por tu criatura, viendo que no podía sino dar frutos de muerte por hallarse separado de ti, que eres Vida, le diste el remedio con el mismo amor con que lo habías creado, injertado tu divinidad en el árbol muerto de nuestra humanidad. ¡Oh dulce y suave injerto! Tú, suma dulzura te has dignado unirte a nuestra amargura… Tú, infinito, con lo finito. ¿Quién te obligó a esto para darle vida…? Sólo el amor”5.
Abraham Maslow reconoce que las personas que han tenido revelaciones espirituales o peak experiences, como él las llama, (experiencias cumbre) poseen un sentimiento especial de armonía y comunión con el universo. Él deduce que estas experiencias son manifestaciones del Sí mismo y no sólo del yo o del ego, o sea de esa imago Dei que habita en la profundidad cada persona. Estas experiencias alimentan el alma, el sentido de la vida. En este sentido podemos decir con San Ireneo que la gloria de Dios es el ser humano vivo, y la vida del ser humano es la visión de Dios.
Desde nuestra visión y experiencia de creyentes, Dios es la fuente de nuestra realidad de personas únicas e irrepetibles. “Basta decir su Majestad que es hecha a su imagen para que apenas podamos entender la gran dignidad y hermosura del ánima”6. Esta conciencia debería bastarnos para confiar en nuestras posibilidades y capacidades. Quizás nos ha hecho un poco de daño una concepción inadecuada de la humildad que nos ha inducido a no ser nosotros mismos y a no valorarnos, para evitar el orgullo o el protagonismo, que, por otro lado, por haberlo vivido con una cierta represión, no ha hecho más que potenciar actitudes inadecuadas.

Atrevernos a ser lo que somos
Nuestra vocación más intrínseca –la llamada a la vida misma– supone la posibilidad de liberarnos para desarrollar nuestro potencial de mujeres y hombres capaces de vivir en plenitud y de ayudar a otros a liberarse para aprender a vivir.
Con Marianne Williamson creo que nuestro miedo más profundo no es ser incompetentes e incapaces. Nuestro miedo más profundo es que en realidad somos más poderosos de lo que creemos. Lo que nos atemoriza no es nuestra oscuridad sino nuestra Luz. Nos preguntamos a nosotros mismos, ¿quién soy yo para ser brillante, espléndido, magnífico, talentoso, fabulosos? Pero en realidad, ¿quién eres tú para no serlo? Eres hijo de Dios. Que juegues “a lo pequeño” no le sirve al mundo. Actuar de manera encogida para que los demás no se sientan inseguros ante ti o intimidados por ti, no es actuar inteligentemente. Hemos nacido para manifestar la gloria de Dios que está dentro de nosotros. No está solamente en algunos de nosotros; está en todos. Y mientras dejamos que nuestra propia Luz brille, inconscientemente le damos permiso a otras personas para que hagan lo mismo. Y cuando nos vamos liberando de nuestro propio miedo, nuestra presencia automáticamente libera a otros7.

Unas preguntas para la reflexión
¿Nuestra vida religiosa, la manera de entender y de vivir el gobierno, la formación, la utilización del dinero, la vida comunitaria, nuestras relaciones, la entrega a la misión… nos ayuda a conocernos mejor, a fortalecer nuestra autoestima, a sentirnos valiosos, a ser nosotros mismos y a desarrollar todas nuestras potencialidades? ¿Nos ayuda a ser mujeres y hombres más plenos, más felices?
A lo largo de nuestra vida, ¿va creciendo la certeza de que Dios nos ama incondicionalmente, que somos valiosos a sus ojos? ¿Cómo se traduce esto en nuestra vida cotidiana?

Una palabra para las mujeres
¿Por qué una palabra dedicada a las mujeres? Porque, aunque podamos suscribir casi todo lo que está escrito con anterioridad, a lo largo del tiempo a las mujeres nos ha resultado más difícil sentirnos valiosas, incluso hoy en muchos ámbitos y dentro de la misma Iglesia.
Recordemos algunas realidades:
Conozco mujeres de mi edad, mayores y menores… que han sido la primera hija en su familia y que por esta razón llevan un nombre de varón al que se le ha antepuesto el nombre de María porque sus padres soñaban con un “primogénito varón”. Parece una tontería; sin embargo este hecho ha marcado la vida de algunas mujeres, hiriendo su autoestima, su autoidentidad desde el inicio de su vida.
No está muy lejos el tiempo en que las niñas asistían a la escuela para aprender a hacer “sus labores” y a ser “amas de casa”, cuando el espacio público era impensable para una mujer.
Tampoco está muy lejos el tiempo en que las mujeres no tenían derecho a acceder a estudios universitarios. Basta recordar que algunas, como Concepción Arenal, se atrevieron a transgredir las leyes y costumbres frecuentando las aulas de clase vestidas de varones.
No hace cien años, ¡y qué son en la historia de la humanidad cien años! cuando después de la lucha de mujeres osadas – y algunos varones– se consiguió el derecho al voto femenino. En España, en 1931. Ante este tema, Ortega y Gasset dijo: “La belleza es una virtud de la mujer. Es increíble que haya mentes lo bastante ciegas para admitir que pueda la mujer influir en la historia mediante el voto electoral y el grado de doctor universitario tanto como influye por esta mágica potencia de la ilusión”.
Tampoco hace mucho que alguna mujer atrevida pensó en un estilo de ropa más cómodo para poder respirar dejando los corsés.
Y mucho menos tiempo ha pasado desde que la violencia en los hogares ha dejado de ser problema privado para adquirir estatus público.
Durante mucho tiempo –quizás todavía– la mujer ha sido la culpable del pecado, la incitadora, la seductora, la provocadora… incluso la prostituta por la que los hombres pecan, aunque ya hace mucho una mujer –sor Juana Inés de la Cruz– se atrevió a decir:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis:(…).
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?
Basta con mirar el Derecho Canónico y observar la vida cotidiana para constatar la diferencia de valoración, facultades y condiciones entre las congregaciones religiosas femeninas y las masculinas.
Y aunque podríamos hablar de otras realidades, lo dejamos aquí, con la absoluta certeza de que aquí no acaba.
Muchas feministas –mujeres y algunos hombres– de todo el mundo van descubriendo que vivir en condiciones patriarcales, por el hecho de padecer condiciones de desigualdad, hace daño a la autoestima de las mujeres. Todas estamos heridas por ser parte de un mundo que coloca a las mujeres bajo dominio. Hoy, muchas organizaciones empeñan su tiempo y sus energías en hacer posible la igualdad y la equidad.
La autoestima, entendida desde este punto de vista, implica que su fortalecimiento consiste en lograr el empoderamiento8 personal y colectivo de las mujeres, y en potenciar nuestra capacidad democratizadora en el mundo. Cada mujer empoderada se convierte en la primera responsable de su sentido de la vida, de su propia felicidad, de su desarrollo personal, y en cómplice de otras mujeres para que también ellas vivan en plenitud9.
Y como siempre hubo algunas mujeres empoderadas, capaces de vivir con sentido, termino citando a una de ellas que, aun cuando en su tiempo no se hablaba de la autoestima ni del feminismo, rescata el valor de las mujeres:
“Ni aborrecísteis, Señor de mi alma, cuando andábais por el mundo, las mujeres, antes las favorecísteis siempre con mucha piedad, y hallásteis en ellas tanto amor y más fe que en los hombres (…). No basta, Señor, que nos tiene el mundo acorraladas… que no hagamos cosa que valga nada por Vos en público, ni osemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos habíais de oír petición tan justa. No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois justo juez, y no como los jueces del mundo, que – como son hijos de Adán y, en fin, todos varones – no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa. Sí, que algún día ha de haber, Rey mío, que se conozcan todos. No hablo por mí, que ya tiene conocido el mundo mi ruindad y yo holgado que sea pública; sino porque veo los tiempos de manea que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes aunque sean de mujeres”10.

1Cfr. N. Branden, The Six Pillars of Self-Esteem, Bantam Books, New York 1994.
2 Catalina de Siena, Diálogo 63.
3Teresa de Ávila, I Moradas, 1, 2.
4Ibid, I Moradas 1, 1 – 3.
5 Catalina de Siena, Oraciones y Soliloquios 10.
6Teresa de Ávila, I Moradas 1, 1.
7 M. Williamson, Return to Love en L. Artress, The Sand Labyrinth, Journey Editions, Tokyo 2000, p. 55. La traducción es mía.
8 Proceso por el cual las personas fortalecen sus capacidades, confianza, visión y protagonismo como grupo social para impulsar cambios positivos de las situaciones que viven. La filosofía del empoderamiento tiene su origen en el enfoque de la educación popular desarrollada a partir del trabajo en los años 60 de Paulo Freire, estando ambas muy ligadas a los denominados enfoques participativos, presentes en el campo del desarrollo desde los años 70. Aunque el empoderamiento es aplicable a todos los grupos vulnerables o marginados, su nacimiento y su mayor desarrollo teórico se ha dado en relación a las mujeres. Su aplicación a éstas fue propuesta por primera vez a mediados de los 80 por DAWN (1985), una red de grupos de mujeres e investigadoras del Sur y del Norte, para referirse al proceso por el cual las mujeres acceden al control de los recursos (materiales y simbólicos) y refuerzan sus capacidades y protagonismo en todos los ámbitos. Desde su enfoque feminista, el empoderamiento de las mujeres incluye tanto el cambio individual como la acción colectiva, e implica la alteración radical de los procesos y estructuras que reproducen la posición subordinada de las mujeres como género.
http://www.dicc.hegoa.ehu.es/listar/mostrar/86
9 Para ahondar en el tema: M. Lagarde de los Ríos, Claves feministas para la autoestima de las mujeres, Editorial Horas y Horas, Madrid 2001.
10Teresa de Ávila, Camino de Perfección 3, 7 (Nota 9 en las Obras Completas de T. Álvarez, OCD).