jueves, 2 mayo, 2024

LAS MUJERES CONSAGRADAS: HISTORIAS DE FECUNDIDAD

“Me duele que esta cultura no permita poner en juego la riqueza que podemos aportar las mujeres…”

María Inés García, CCV. (Superiora General Carmelitas de la Caridad-Vedruna. Italia). Estamos ante un tema que se vive desde sensibilidades muy variadas y diversas en la sociedad y la Iglesia. Con una fuerte demanda de respeto, reconocimiento y dignidad hacia la mujer.

Mi vivencia como mujer en esta sociedad es que hay cambios notables pero también hay trabas para reconocer la capacidad, la preparación y el talento de muchas compañeras, es muy patente. A pesar de que socialmente se constata más su empatía con la vulnerabilidad humana, su dedicación al cuidado y también su capacidad de organización y empuje en muchos proyectos al servicio de la sociedad. Todavía queda camino por recorrer para que esta sociedad pueda enriquecerse con los dones de todas las personas.

En el ámbito eclesial, mi experiencia personal es que el Concilio Vaticano II marcó un antes y un después. Coincidió con mi inicio en la vida religiosa. Uno de los mayores descubrimientos fue comprender y sentir que somos pueblo de Dios. Y entre otras cosas estuvo relacionado con integrar la vocación religiosa, en la comunidad cristiana, como un carisma que junto a otros enriquece la Iglesia. Recuerdo la parroquia a la que pertenecí en los años 80, que en la entrada del templo estaba esta frase: Casa del pueblo de Dios.

En aquellos momentos la alegría de descubrirme parte de la Iglesia en comunión fue lo importante. Valorar sobre todo el bautismo, que nos hace hermanas en igualdad y con la dignidad de hijas.

Con los años tuve la suerte o mejor la gracia de participar en proyectos que alentaban la vida, la formación y la misión de diversas congregaciones. Una experiencia rica en la que religiosas y religiosos caminábamos juntos, aportando cada cual su originalidad, preparación y la riqueza de su carisma. Una experiencia muy positiva donde me sentí escuchada, valorada y reconocida.

También se me llamó a participar en la organización y seguimiento de la asamblea diocesana. Una experiencia eclesial donde las diversas vocaciones sacerdotales, laicales y religiosas nos entrelazamos para acompañar aquél peregrinar de las comunidades durante dos años.

No todo han sido glorias, también he vivido en otra diócesis la falta de reconocimiento eclesial hacia nuestra comunidad por vivir en la inserción en medio de emigrantes. Sin embargo, la experiencia de colaboración y mutua ayuda entre las diversas congregaciones fue algo muy interesante.

Me molesta la falta de reconocimiento social, el que no se valore equitativamente el desempeño de la mujer y del varón. Me duele que esta cultura no permita poner en juego la riqueza que podemos aportar las mujeres para el bien común.

Lamento cada vez más que en ámbitos eclesiales estemos en otro mundo aparte. Hay una desafección grande hacia la Iglesia institución y esto es un desgaste permanente que aleja a muchas personas, hombres y mujeres de ella. En el fondo quizá subyace el modelo patriarcal que se impone, que permanece. Si no se transforma este modelo difícilmente se podrá vivir a fondo la comunidad, pueblo de Dios, la sinodalidad.

Me alegro por los signos que el papa Francisco nos va dando y agradezco el nombramiento de algunas mujeres para responsabilidades en organismos del Vaticano. El techo de cristal se empieza a traspasar.

¿Qué me llama a permanecer? Que aunque esto sea así para mí la iglesia es mi casa, mi familia y la fuente que me da vida. La quiero como es y también sueño con su transformación, cambio, conversión. Que los hombres y mujeres de las generaciones actuales y futuras encuentren en ella su hogar y la posibilidad de aportar al mundo su ser y sus dones. Que podamos sentarnos juntos a la misma mesa como hermanos y hermanas, compartiendo el Pan y Vino.

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