LA PEREZA: ENEMIGO TEMIBLE. LA “NUEVA CONCIENCIA”, MOTOR DEL CAMBIO

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No deja de ser sorprendente el hecho de la resistencia que muestra la Iglesia ante la re-organización e innovación. Se habla mucho de la re-organización de la Curia romana, pero ésta no llega.  Se habla de la reorganización de las diócesis, de las parroquias, del organigrama total de la Iglesia, pero nos encontramos con bloqueos determinantes, que lo hacen imposible. Pesa mucho la tradición, los derechos adquiridos, el “siempre fue así”. Y el enemigo más temible es nada más y nada menos que un pecado capital que se llama PEREZA.

La pereza, ¡mucho más activa de lo que parece!

La “pereza” es un enemigo con el cual fácilmente convivimos y condescendemos. Da la impresión de que la pereza no es destructiva. Sería como un lugar de descanso dentro del ajetreo de la vida.

Sin embargo, es -según nuestra tradición espiritual- un terrible pecado capital; es una cabeza diabólica que determina nuestra vida, dictándonos lo que hay que hacer y lo que hay que evitar. La pereza no se confunde con “no hacer”, sino con “hacer mucho para no cambiar”. Es la resistencia al cambio, a la transformación, a dejarse llevar por la vida, por el Espíritu. El perezoso es capaz de armar una guerra para no cambiar. Es la resistencia al cambio necesario, es preferir morir a renovarse, es la resistencia que muere matando.

La pereza se traviste

Nada extraño, entonces, que ante las serias necesidades de cambio y transformación que percibimos hoy a todos los niveles, el pecado capital de la Pereza, asuma un protagonismo impresionante.

¡Eso sí! La pereza, como todo lo que tiene que ver con el Diablo, aparecerá como “ángel de luz”. Nunca expondrá manifiestamente su rostro bestial. La pereza se reviste de “amor a la tradición”, de “no vamos a meternos ahora en un jaleo que no sabemos a dónde nos llevará”, de “fidelidad a nuestros fundadores”, de “obediencia”, de “ir contracorriente” etc. Algunos incluso se atreven a recurrir a la experiencia reciente -reinterpretándola desde sus criterios-: ¿a dónde nos ha llevado la renovación del concilio Vaticano II? ¿A dónde nos está llevando el pontificado del papa Francisco? Sin embargo, ¡qué bien se está en “lo tradicional”, en “lo de siempre”, qué seguridad nos dan esos líderes con los cuales uno sabe siempre a qué atenerse…

Ha habido foros importantes dentro de la vida consagrada y de la Iglesia que han discernido en el Espíritu la necesidad de profundos cambios. Tales decisiones dan miedo, suscitan zozobras, pero las personas valientes son audaces, arriesgan. La audacia es muchas veces caminar hacia adelante sin mapa. Pero estas decisiones se encuentran con la resistencia reticular de personas que prefieren que todo quede como estaba antes y se movilizan para la resistencia y hacer que nuevas iniciativas fracasen.

Transformación de la “conciencia”, fuente de energía, cambio y riesgo

Para que la innovación necesaria sea posible es necesario “ver”, “entender”, “comprender”. Se hace necesario trabajar las convicciones, los puntos de vista adquiridos… No hay transformación si nos mantenemos siempre en el mismo escenario: la transformación llega cuando nos confrontamos con “lo diverso”, con “lo otro”, con “lo na sabido, ni contemplado”. ¿No pedía Jesús a sus seguidores y seguidoras que lo dejaran todo y le siguieran? ¿No fue el joven rico un auténtico “perezoso”? En compañía de nuestros amigos de siempre, en un círculo cerrado de amistades, nunca habrá transformación, ni conversión, ¡sólo ratificación de lo mismo!

Hemos creído que los procesos de fusión serían fuente de energía y de cambio; o lo mismo, los procesos de expansión allí donde hay abundancia de nuevas generaciones. ¿Qué congregación no ha intentado fusionar grupos, provincias, comunidades, instituciones? ¿o crear nuevos organismos a causa de las nuevas vocaciones en continentes como Asia o África? La única pega que nos acecha es si estas soluciones mantienen en el fondo una actitud de pereza: es decir, reorganizarse para lo mismo, o expandirse para lo mismo de siempre. Ante lo cual acecha el temor de si los odres viejos no tirarán del vino nuevo, en lugar de todo lo contrario.

La clave está, a mi modo de ver-, en la “nueva conciencia”: ¡Somos organismos vivos! Lo propio de un organismo vivo es estar siempre en proceso de transformación, de autopoiesis. La pereza como dice la Escritura “pone bozal al buey que trilla”; la pereza es miedosa y mantiene los deseos de quienes desean que “todo siga como hasta ahora”.

¿No decía Pablo que “somos el cuerpo de Cristo” y “miembros los unos de los otros”. Esta conciencia de cuerpo, no se identifica con la conciencia “corporativa” que en otros tiempos era tan fuerte entre nosotros. Lo “corporativo” tenía mucho que ver con el origen “provinciano”, o “nacional” de nuestros grupos, o con el objetivo de nuestras fundaciones. Hoy, que admitimos tanto pluralismo cultural, generacional, espiritual, la conciencia de cuerpo es mucho más lábil, débil y a veces se nos torna imposible.

La nueva conciencia de cuerpo nos lleva a redescubrir nuestra identidad y pertenencia en otras claves: no somos para nosotros mismos, sino “para los demás”: Jesús fue el “hombre para los demás”. Somos organismos menores que formamos parte de organismos mayores en los cuales somos y actuamos: somos focos de vida en el gran Organismo de la Vida. Somos cuerpo dentro de una red que forma un cuerpo superior. Somos cuerpos dependientes capaces de ofrecer vitalidad al cuerpo total o desvitalizarlo y enfermarlo. Nuestro Dios nos eligió como germen de vida y no como mueble de adorno exótico. Por eso, nos transformamos en la medida en que se expande nuestra conciencia y nos sentimos parte del organismo eclesial, del organismo de la humanidad, del organismo de la creación. Y dentro de este conjunto deseamos ser fuente de revitalización desde el don recibido.