El encuentro entre personas es el “milagro de satisfacción” más al alcance y, a la vez, más delicado que podemos experimentar. Hay ingredientes como verdad, oportunidad y proximidad que con un leve desajuste se torna algo parecido al cielo, en un auténtico infierno.
La esencia de la vida consagrada es la complementariedad gratuita de las personas al servicio de una causa noble. Y en esa fórmula de la esencia no debe desaparecer jamás ni la complementariedad, ni la gratuidad, ni, por supuesto, la causa noble… que no es otra que el Reino. La bienaventuranza.
Es obvio –palabra de la que abusan las generaciones más jóvenes– que todos estamos de acuerdo en la máxima, siendo evidente, por el contrario, el desconcierto ante los diversos itinerarios del camino para lograrla.
Y aquí es donde los síntomas dejan de serlo para transformarse en evidencias. El aspecto más débil de la vida consagrada es el liderazgo. Aquel que siendo capaz de escuchar a todos, es capaz de idear itinerarios en los que todos caben. No es una sensación. Es una constatación.
A punto de cerrar un año y con la esperanza entreabierta en el nuevo, cabría soñar nueva visión y pasión para un liderazgo que se ocupe de la verdad de sus hermanas y hermanos. No es ni una quimera ni un sueño imposible. Es solo dejar que la vida consagrada despliegue su magia de confianza y credibilidad en sus miembros. Es cierto que estas palabras, pasan por decisiones concretas para ser posibilidad. Se me ocurren diez propuestas para quienes ejercen algún tipo de liderazgo en la vida consagrada y quieren “sincronizar” su corazón con la verdad de Dios:
Cuestionar la propia certeza. Pensar ante Dios qué necesitan los hermanos o hermanas, si debo permanecer o echarme a un lado.
Buscar la honestidad. Recorrer el año y descubrir en él el tiempo real y la calidad del mismo ofrecido para escuchar a todos o todas.
Desenmascarar la media verdad. Repasar mis concesiones a los prejuicios y compensaciones afectivas. Poner nombre a quienes he castigado con mis silencios, desprecios o envidias.
Agradecer la diversidad. Pero hacerlo de verdad. Reconocer que la riqueza de Dios es la manifestación en personas libres que se expresan como son y Dios quieren que sean.
Vivir la providencia. El liderazgo es acción del Espíritu, no estrategias aprendidas. He de preguntarme por la verdad de lo que creo y celebro; de lo que vivo y valoro… No se sostiene el servicio a los demás en frases hechas, tópicos o ideas de marketing.
Buscar la luz. El buen líder gasta su vida buscando. Formándose. Creyendo. Moviéndose. El peor servicio al liderazgo es la parálisis, la inercia, la confianza ciega en que todo esté “atado y bien atado”.
Actuar de manera inmediata. Que no es resolver, pero es actuar. Es interés, es confianza, es vivir al servicio. Algunos verbos que frecuento deben desaparecer: aguantar, esperar, repensar… o, dejar pasar el tiempo, son indicadores de un liderazgo muerto que convoca a la muerte.
Descubrir qué es lo primero. Solo se adquiere escuchando, y además donde no suelo hacerlo. El rasgo esencial y perdido en el liderazgo es saber esperar y atender a quien no piensa como yo.
Desterrar la murmuración, la queja y el descrédito. Evaluar, con paz, cómo ha sido mi año y qué he permitido decir a mis labios sobre la vida de mis hermanos o hermanas.
Creer en la libertad. Servir con el único afán de que el otro crezca. Perder el miedo a que no te correspondan, ni te crean o valoren. Dar, con libertad, un servicio de acompañamiento que jamás puede tener carga u obligación de respuesta.
Ahora sí, evalúa y decide. Y, como tantas veces, ten claro que no es tarea para otro u otra. Es para ti… y para mí.