LA GRAN PREGUNTA

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El ser humano, además de hacerse muchas preguntas, de un modo u otro, termina preguntando por sí mismo: ¿quién soy yo?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy? Estas preguntas nunca encuentran una respuesta definitiva. En muchas ocasiones, las respuestas terminan apelando a una “fe”: “creo” que vengo de Dios, o “creo” que no voy a ninguna parte, porque mi vida se acaba con la muerte.

Una prolongación de las anteriores preguntas sería: ¿para qué estoy aquí? ¿Estoy aquí para aprovecharme de la vida propia y de la vida ajena, estoy aquí para sufrir, o quizás estoy aquí para hacer de mi vida un servicio a la justicia, a la verdad, al bien, a la belleza? Sería bueno profundizar aún más y preguntarnos para quién estamos aquí. Las preguntas por el quién soy y para qué estoy pueden terminar desembocando en uno mismo. Son preguntas que no nos sacan de nosotros mismos. Pero la pregunta: ¿para quién estoy aquí?, necesariamente me reenvía más allá de mi mismo, me orienta al encuentro con el otro, con los otros. Me hace caer en la cuenta de que yo no soy único, más aún, que hay otros que reclaman ayuda, una ayuda que yo estoy en condiciones de dar. Estoy en condiciones, sí, pero ¿estoy dispuesto a darla?

El Papa Francisco, en su carta Christus vivit (286) ha afirmado: “Quiero recordar cuál es la gran pregunta. Muchas veces, en la vida, perdemos tiempo preguntándonos: “Pero, ¿quién soy yo?”. Y tú puedes preguntarte quién eres y pasar toda una vida buscando quién eres. Pero pregúntate: “¿Para quién soy yo?”. Eres para Dios, sin duda. Pero Él quiso que seas también para los demás, y puso en ti muchas cualidades, inclinaciones, dones y carismas que no son para ti, sino para otros”. La respuesta a la pregunta para quién soy yo, nos obliga a tomar postura: ¿no soy para nadie, soy solo para mi mismo, o soy para otros? La fe cristiana, nos invita a responder que somos para Dios. Y ser para Dios es ser para otros, es ser para amar a los hermanos.

También desde posiciones humanistas es posible responder que somos para otros. Un buen padre o una buena madre, aunque no sean creyentes, pueden pensar que su vida es para educar y proteger a sus hijos, y actuar en consecuencia con su convicción. Por mi parte, estoy convencido de que vivir “para los demás” es un signo de la presencia del Espíritu Santo en la vida de quién así vive, aunque no pueda ni demostrarlo y, muchos menos, forzar a nadie a que se lo crea. Porque la buena fe es respetuosa con las convicciones de los otros y se alegra cuando estás convicciones coinciden con la propia buena fe.