viernes, 10 mayo, 2024

EL DOLOR TIENE ROSTRO Y NOMBRE

Poco a poco el virus se acerca a todos. La pandemia nos desvela una intrahistoria de dolor para la que, en general, nos faltaba imaginación. Matrimonios ancianos que sin poder despedirse, con la mirada se dicen hasta siempre aunque ingresen juntos en un hospital; el goteo de curas y religiosas y religiosos de los que, poco a poco, vas teniendo noticia de su partida, silenciosa, frágil, sin duelo… partida al fin y al cabo. Cuando esto acabe, efectivamente todo habrá salido bien, pero nada será igual. No seremos los mismos. No sonreiremos igual ni gastaremos energías en lo que hasta ahora eran nuestros sueños.

El coronavirus nos ha acercado a las raíces de la vida, porque nunca tuvimos tan cerca la noticia de la propia muerte. Al poner rostro a la enfermedad, al sentirla presente en la propia familia, en la congregación o comunidad, hemos despertado, sin palabras, a un ejercicio sostenido de esperanza herida.

¡Cómo cambia el sentido de un día, una celebración o un escrito cuando el dolor y la impotencia son tu oración! ¡Qué fuerza de verdad adquiere la fe cuando solo te queda Dios! ¡Qué inmensidad percibir a Dios como el abrazo que hoy la humanidad no se puede dar!

Si teníamos alguna duda hemos salido de ella. La fe nada tiene que ver con el voluntarismo, ni con la magia ni, por supuesto, con frases hechas, palabras vacías o discursos huecos. Nuestra sociedad va a cambiar –está cambiando– radicalmente. Pero el cambio no será menor en el presbiterado, episcopado y vida consagrada. Si algo va dejando clara esta pedagogía lenta y triste de la cuarentena es que hemos de articularnos como Pueblo, pueblo fiel y pueblo que espera. No es momento ahora de analizar todo lo que se está declarando o escribiendo o publicitando en la infinidad de celebraciones que inundan las redes. Tiempo habrá. Vendrá una resaca necesaria, que nos enfrentará con un tiempo de duelo y reconstrucción. Un tiempo en el cual seremos mucho más austeros en palabras. Saldremos decididos a la vida para vivir y no malgastar ni ministerio ni consagración con formas acabadas, medias verdades u organizaciones obsoletas. Hay un punto de luz sobre la verdad y valor de nuestra vida que nos está propiciando esta cuarentena, somos un «yo tocado y sus circunstancias» que necesita otra fraternidad. Nos estamos acercando, cada uno, a la verdad sin protección, parapeto o formalidad y estoy seguro que van a nacer decisiones que mañana nos pueden sorprender gratamente.

Se nos está quedando mucha vida por el camino. No es una broma que nuestra existencia está tejida de nombres, personas e historias que, en esta hora, vuelven a nosotros con actualidad y fuerza especiales. Las noticias constantes de ausencias e ingresos, psicológicamente nos pueden debilitar pero ministerialmente nos llenan de fuerza. El coronavirus está dejando de ser una pandemia anónima, un enemigo distante, para transformarse en un compromiso continuo de intercesión, misericordia y espiritualidad. Es el momento, sin alardear de ello, para hablarle a Dios de tanto nombre e historia personal de dolor como el Covid-19 nos ha devuelto.

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